viernes, 2 de septiembre de 2011

Astillas de La Victoria

Sopló el viento. Las veredas estaban llenas de basura. A las carreteras no hace falta que nadie las barra y caerá nieve aquí o en otra parte.
No pude encontrarte y me pareció evidente que no querías que lo hiciera. Sólo fue que te creí cuando dijiste que te gustaría quedarte mucho tiempo.
Yo no sé cuándo conseguí servir el café en tazas de porcelana. Fueron traídas cuidadosamente cien años hace, o más, envueltas en barcos, desde algún otro continente. ¿Cuándo fue que formulé ese deseo?... Creo que yo era una cabra (al menos puedo bromear con eso) buscando equivocarle una justicia al fenómeno de la persistencia y de los tropiezos.
Había una vez un pez color magenta que nadaba, río arriba, como si eso fuese posible. Había, con él, un pájaro -otro más- cuyas plumas no pude ver nunca, pero quería tanto tocarlas con mis mejillas. ¡No queremos ningún pájaro!, gritaban los pequeños habitantes del musgo criado bajo el helecho. No traigas a nosotros más trabajo ni más sustento (porque la turba era tibia, no templada sino tibia, de las que tienen el corazón amarrado con un moño de seda). Siempre supe cómo hacerlos callar pero nunca se cansaron de hablarme. Cada vez que acaricié mi ombligo quedaron restos de la miel incorruptible y de las formidables guadañas quedaron trazas que escarbaran en la piel.
El día ha hecho de mis manos las de un abuelo: los caminos ascienden por las más altas montañas. Y estas plantas del desierto no han pedido casi nada y crecen brillantes bajo este techo -Trópico de pacotilla-. Y más piensa uno en irse cuando no se va. No tengo ningún lugar a dónde ir...
Cubrió su cabeza con un pañuelo, alzó al hombro las pocas cosas que llevaba. Cuando se cansó de andar, emprendió el camino de vuelta. Cuando hubo descansado, de vuelta emprendió el camino.
Unas veces hizo las valijas y levantó la habitación tan sólo para sentarse en la puerta de la vieja casa esperando al sol con su nuevo nombre. La luna la llamaría Lucía, Adriana, María, y le enfriaría el pecho y el aire hasta hacerla entrar, orgullosa o avergonzada de la vergüenza, por haber vuelto, por haberse ido o por no haber llegado a ninguna parte. No llegamos a Las Indias. No trajimos ninguna doncella porque no quedó ninguna (ella vino con nosotros, pero no es doncella)... Hemos traído estas piedras de colores, flores secas y la misma miel que ya había. No encontramos el amor porque no pudimos quedárnoslo. Nos llevó mucho tiempo navegar en dirección opuesta; hemos transitado por calles sin sentido... Estamos cansados, tenemos hambre, y está éste dolor que no se sale más del cuerpo.
No nacimos en este mundo -si nos sirve de consuelo-. Remontamos ese río porque es la brecha que ya hemos recorrido. Jamás habremos cruzado un puente que no haya sido construído. Qué dulce y qué tonta la palabra que se conjuga con otra. Qué predecible, qué sorpresa noble, aparecerte frente al lago y sentirte descubriéndolo: un cajón de manzanas doradas; un racimo de dedos gruesos.
Apriétame esta máscara esdrújula y sácala lejos; llévatela hasta el límite. No me traigas más esta inquietante marea de los signos.- Aparécete aquí, frente mío. Pon en la ternura una pizca que me acaricia, un remo de barco, una sinfonía silente de anteojos que se retiran para verte los poros y tocarte con la sien. No te vayas, dice la chica. No me dejes, absurda... siniestra. Estamos solos, incluso aunque haya bosques en otro planeta, y se caigan los árboles -aunque nadie los vea-. Yo igual quiero ser una antorcha, si es así que se pasa la pena.

martes, 30 de agosto de 2011

Brillante

Éste es un texto que escribí para una muestra colectiva de artes plásticas que se inauguró el 10 de agosto en el Teatro La Luna, en la que expusieron obras Lucas Aguirre, Jose Ábalos, Juli Cuervo, Pupi Gazi, Gime Fernández y Javi Pissoni (A la derecha, abajo, están los links hacia los espacios digitales de cada uno de ellos). También pretende ser un vínculo entre la producción de esta exposición y el resto de mi trabajo creativo, particularmente con la obra de teatro Pájaro que brilla, mi ópera prima que se encuentra ahora en cartelera.

La luz es quizá lo más parecido a la realidad de lo que jamás tendremos noticia o llegaremos a un acuerdo. Todo lo que existe puede también no estar ahí y ya conocemos las millones de volteretas espectaculares tras las que podemos desbaratar o precisar la verdad.
El brillo, sin embargo, pareciera siempre un mediador: con los ojos cerrados ante la luz o en su ausencia, todavía queda un rastro de colores neón detrás de nuestros ojos. Permanece ahí un instante hasta apagarse despacio, replegándose para quedar guardado en la memoria. El brillo nos anuncia las cosas y nos incita a observarlas: lo asociamos con el valor, con la agudeza, con una extraña pulcritud; con la pureza y la inteligencia.
Nos gustan los fuegos encendidos en la noche, la amplitud móvil de un reflejo en el agua, el vidrio, la piedra o el metal. A falta de una chispa o de un engendro, del botón rojo que prende o se zafa, nada de esto acontecería. Todos percibimos la gracia con la que un niño descubre un pájaro y la inquietante desgracia del combustible que no ha sido suficiente.
¿Cómo es que eso sucede o por qué?
No sabemos la respuesta.
De todo lo que se añade, tan sólo podemos verificar el vacío: el espacio en blanco que queda sobre el lienzo; el detalle que bruñe el borde y el nuevo límite que empuja al aire en la dirección opuesta; la resonancia del pulso en las cuerdas de un piano; un recuerdo súbito o la visión de una hoja seca que se sostiene hasta llevarnos a pensar en lo que está vivo; el calor y el dolor que se ven iguales bajo la lente.
El brillo como una respuesta constante para lo que se ignora. Una figura que se dibuja en común, de la cual nos servimos para encontrarnos en este punto, desafiando todos los otros posibles.

lunes, 22 de agosto de 2011

✈ Duelo No. 9,678

Mira: no hace falta que instales una alarma; te va a bastar con el mero susto. Vos te vas a alarmar. Cualquier cosa extra -vaya que le pone uno salsa a sus tacos- sería un pleonasmo. Esto es así: meta pleonasmos.
No basta conque hagas estallar los explosivos. No. Basta ya con eso de hacerlos estallar. Mañanas como hoy, absolutamente brillantes y sabidas, en las que los pájaros aterrizan en el asfalto al compás de una marcha insolente. Mañanas que no existen jamás en la ilusión, no porque no las deseemos, sino simplemente porque no estás ahora ahí, de cara al sol, con los ojos entrecerrados, -las córneas ajustadas en su sitio-, el pequeño, apenas descanso en un mísero momento de gracia, la saliva de un beso distraído. Empecemos por mirarnos las manos y acabar en la punta única donde nace lo que no muere. Siempre y cuando ahí, esté algo que nos sea posible.
No debo entablar el jardín por encima o podar mi pasto si consigo la maña de revolcarme por los parques, pulir y encerar este pelaje espeso. Tiende a desaparecer, de todas formas.
Ya te dije que ya te lo he dicho. Un encanto, un collar de flores, una daga repujada que llevas contigo. Estaríamos inclinados por sobre la neblina intentando inventar qué es lo que ocurre bajo las colchas grises. Sería el unicornio (un único unicornio) echándose a nuestros pies tan sólo para que pasemos a un lado suyo. Qué triste y qué honda es la tristeza que produce el éxtasis cuando nos ha abandonado. Intuyo bien un paralelo secuencial en el que todas éstas ondas endemoniadas se procesan, sin detenerse nunca para abstener una figura o un duelo.
Son las marcas que dejan las tijeras... el trazo... el nudo... el mundo al que nos remite un globo.
Yo podría desatarlo, borrarlo, amalgamarlo... una nueva espina chispea: tras sus resinas, el fuego.
Lo que arde no es nada: arde ya: se está consumiendo.
Empatar al menos... aunque sea la altura de las rejas. Empatar al pierde, el marcador a ceros (redundante signo de lo que arde también). Esto también.
Y esto.
Me estoy volviendo loco, dices. Lo que no se puede elegir es el tránsito rumiante de ese pastizal de irrefrenable boca seca, mastique despacio, deglución, reposo, tracto y resto. La tierra que estás pisando es mierda de lombrices; no hace falta que lo sepas.
Me he quedado ciego pero sigo en el mundo -tremendo equívoco estático que, ante ti, cobra movimiento-. Si usted entra en trance, no olvide respirar con cierta frecuencia; sacrifíquese como un delfin, pero va a resultarle imposible.
Daría aquello que no tengo para podernos cambiar las fichas. Que, utopía, no importara el color, no adquiriera el valor. Véndelo entero por dos pezuñas. Chúpate el jugo de los frutos arrancados de sus pencas. Contémplate ahí; a bocanadas de aliento inverso. Ahora ábrelos:
Los semáforos estaban apagados.
Yo no sé si escuché sonar la sirena.

lunes, 13 de junio de 2011

Cuatro cuartos

I

Una fiesta en el bajo Alberdi, anoche, entre toda la basura.
Ya todos han sentido una aguja entrando en su carne:
Una flor negra crece en el hombro de una mujer de vestido corto. Ese de allá lleva un par de objetos grandes ensartados en las orejas. Aquella chica ha adornado su camiseta con un montón de alfileres de gancho.
Es domingo y el periódico no está sobre la mesa del desayuno. En cambio, hay un libro de poemas, tabaco sabor vainilla y agua caliente para el mate dulce. Una pantalla blanca en la que a lo mejor aparece un hermano.
El sol estalla haciendo equilibrio sobre alguno de los centros. Cómo hemos deseado pensar que sólo había uno de cada cosa. Cómo, después de tantas vueltas, encontramos que posiblemente así sea, al menos aquí o por ahora:
Si alguien quiere hacer un chiste, éste es el mejor momento.


II

Espero de la vida: otros domingos como éste;
que haya miel en la alacena;
que cada invierno los árboles tengan frutos. Y la lista sigue, totalmente predecible, como si fuera yo y no otro el que enumera las abundantes espigas de oro.


III

Aspirábamos las notas sensacionales, los acordes fuertes, tocando
la batería con el ritmo al que movemos nuestros hombros.
Si todo se prende fuego:
Este tapete plástico va a servir de mucho.
Sal por la salida,
sal, la salida.
Si todo se prende fuego:
Arde la herida. Sal, la salida. Sana,
sana, palidece. Exuda... suspira.


IV

Era lunes y el otoño lo sabía. Nada ya clareaba tanto como ayer,
excepto tú.

¿Sigues ahí?
.- Sí.

Después de eso, no pudo encontrar consuelo alguno; la belleza reventó contra la pared y le dejó una mancha roja, anaranjada, amarilla y verde. Y si todo se prende fuego, sal por la salida.

domingo, 5 de junio de 2011

Las crónicas

Mínimo santificarás las fiestas.

Disculpen que los salude a todos, pero en seguida me encontré con que mis ojos los separaban por colores brillantes y mis manos querían ir a meter sus manos adentro de la bolsa con fichas de neón. Qué pequeño es el mundo, decían. Qué de cosas compartimos, con esa cruz sostenida en la mano o colgada del cuello y utilizando el nombre de dios. Todavía quedan una cantidad suficiente de punks como para que eso no ocurra en vano. No pidan que le encuentre sentido a esa clase de abstracciones. Existe el peligro de la ley basada en la moral.
Nada hay que no haya dado frutos. Nada que no sea fruto, como una flor previa.
Dark Days y Afuera el sol, por debajo de los 45 grados sobre nuestras cabezas y a esta hora, todavía un compañero. Ese marinero al que se lo puede mirar a los ojos, saludar bajando un poco la cabeza. Las frondas van soltando sus hojas, amarillas como las esferas de un árbol de limones. Qué dulce vista la de esos frutos dorados que aparecen junto con el invierno por todas partes, contra todas nuestras predicciones. Lavar los platos con agua tibia mientras se espera a que llegue el verano.
Viernes 20 de mayo del 2011. Correo aéreo. Quizá es el pan y el circo para el pueblo, un montón de corrupción y violencia ciñendo nuestras costillas dentro de un corset de latón, pero son tantos los gestos que compartimos y podemos entender que es inútil: no te ofendas si un extraño te trata bien.
Las bicicletas, las guitarras, ni siquiera los hippies se han ido del todo. Una parte de nosotros desearía que fueran ellos los que gobernaran el mundo, pero ya sólo quedan sus cadáveres putrefactos e inútiles dando vueltas en las flores, en los libros y en la paja de los que hacen malabares en los semáforos. Quedaron, sí, los hijos de la guerra fría, los espías y los sospechosistas, los conspiradores, los perseguidores y los agentes. Los hombres grises que se quedan con el tiempo de los distraídos y con la calma nuestra. Sería realmente fascinante que pudieras pasar un día entero desnudo en la cama sin sentir la decadencia ni por un instante. De afuera, pareciera que las acciones de ese tipo son osadas, excéntricas, innecesarias, vulgares, enfermas, perdidas y la verdad es que incluso las acciones humanas más descabelladas se deslindan de una sencilla fenomenología de lo cotidiano. John y Yoko habrán pensado.- Qué ganas de quedarse en la cama en bolas todo el día. Uh, dijo Yoko... pero tenemos esa conferencia al mediodía. ¿Dónde era? Van a venir a buscarnos aquí al hotel. Y bueno, dijo John... que pasen... Que suban. Los atendemos aquí, así no tenemos que vestirnos. No tenemos que ir a ningún lado ¿Te copa?. Al final, el caso por el cuál esa pequeña decisión se convierte en un gran alboroto es la piel, la carne, la manera severa y cruel que tenemos de rechazar nuestros propios instintos porque los que todavía aspiran a algo, han sido entrenados para aspirar a una iluminación basada en el rechazo. Una cultura -bastante nueva, por cierto- que nos culpa de que el líquido en nuestros oídos vibre próximo a nuestro cerebro, de percibir la luz con nuestros ojos, de las millones de terminaciones nerviosas apenas bajo la piel, de meter la nariz en algún asunto o de anhelar que sea domingo para comer un asado. Nada de eso tiene un sentido profundo, nos dicen, como si hubiera algo más introyectado que lo propio de nuestra esencia. Ahogados en su propia imbecilidad, transcurrirán entre las vetas trazadas por la lava entre la lava antigua. Estamos en el infierno y todos los caminos nos conducen al mar. Saldrías por donde entraste. Una voz baja cuenta la historia, porque una punta debe estar bien afilada y una cuerda se envuelve en sí esperando los dedos juntos que la acaricien y la estiren y la tensen. Marcar un compás para volver a su delicada quietud. Érase una vez, un ave con escamas a la altura del cuello y un mono que aplaudía marcando el ritmo de la música y nunca se equivocaba. Un pañuelo de tela que llevaba casi cien años en los bolsillos de los miembros de una misma familia. Una bicicleta herrumbrada en el galpón del fondo. Un billete de veinte dólares entre las páginas de un libro. Una virgen moldeada en yeso, cuyos ojos de vidrio brillaban a pesar de la penumbra en el pasillo. No hubo nada que pudiera contra la dicha, si apenas hace algunas horas que estabas esperando el trolebús en el mismo lugar de siempre, contemplándote unos ojos elípticos y esa planta que esperabas tuviera tallos secos y agusanados tiene brotes otra vez. Brotes sanos. Cortas pedazos de madera buscando las larvas, pero no hay ninguna... La tierra lo renueva todo.
Nos gusta pretender que ya no vamos a la escuela, a pesar de que todas las mañanas nos levantamos, nos tomamos el desayuno, espiamos la hora antes de meternos a bañar, peinamos nuestras cejas y limpiamos nuestros anteojos para precipitarnos al sol, siempre atentos de no tropezar con algo. Olvidamos la posibilidad de la caída hasta el momento en el que dejamos de sentir el suelo, señal de que estamos empezando a a aprender a volar. Sabiendo ya que estamos en el infierno, podríamos empezar a soltarnos un poco, salir a dar una vuelta en bicicleta y llegar hasta la frontera para poder cruzarla sin pestañear. Ya no permitas que tus venas te frenen; trata de captar el momento en el que impulsan la sangre y no el instante apenas perceptible en el que todo se congela, como si hubieras muerto. Por retorcido que parezca, la conciencia humana se mueve dentro de estos parámetros. Qué zarpado, sí, poder ver las estructuras engomadas con las que está fabricado el universo. Qué vanguardistas que somos los que nos damos la cabeza contra la pared para comprender de qué está hecha, con qué está tejida, pero ya puedes ir cortándote el flequillo e imaginar a todos estos hombres, grises y vómito, irradiando luces de colores desde el ombligo. Da un poco de miedo ya que uno no quiere ser uno con todo ni con todos y quizá sería mejor que exploten (y mueran).
No sé por qué, nuevamente y en el lugar más apestosamente común de todos, estoy enferma y me siento inspirada. Tiene esa parte tonta de poeta maldito y de estamos en el infierno y esa otra que lo hace parecer obvio, natural o incluso entrañable. Esa falibilidad acá adentro del propio pecho. Mi viejo nos decía que sorber tus propios mocos te inmuniza, te hace más fuerte. Que es el modo en el que se curan los animales. Las mamás alrededor y señoras de todo tipo, también esas nenas con vinchas de brillantina, lo miraban con cara de asquete o como si fuera un desubicado. Algunos púberes se reían estúpidamente y la mayoría de los niños también reían pero por que les parecía divertido que justo fuera bueno para uno hacer algo que todo el mundo te dice que está equivocado, es feo, parece desagradable, lo noto raro, esto no está bien, algo salió mal, etc. etc.
Hoy mi cuerpo es más fuerte que nunca. Sólo va a desarrollarse un poco más que esto y después empezará a marchitarse. No me voy a regodear en mi juventud ni en mi belleza, pero más me vale tenerlas por ciertas. No tener miedo -por ahora-. Como un personaje de una novela de ciencia ficción, que no puede hacer demasiadas preguntas sobre el pasado o sobre el futuro porque, a no ser que seas George Orwell y escribas un libro de la reputa madre, vas a hacer que los lectores pierdan por completo la atención en lo importante. La novela histórica realmente apesta también. Nosotros preferimos llamarle periodismo aunque tengamos que ser los personajes alternativos del relato. A mí me gusta bastante eso y conozco mucha gente que también prefiere las películas de hombres lobo antes que ver trilobites hablando sentados por televisión. Hoy vimos uno que era realmente desagradable. Usaba un traje de color madera pero no del color que podría ser la corteza de un árbol vivo, sino de esa madera, como el nogal, que se ha curtido ya en su propia resina porque la han separado de sus raíces. Esa funda de camuflaje deshonesto para poder desparramarte grasa vacuna encima y que no queden marcas visibles. Su cuerpo era desproporcionado ya que el tamaño de su barriga superaba el espesor de su pecho, de tal modo que su postura era con la cabeza agachada, como quien se mira esa parte entre el ombligo y las costillas en la que realmente no hay nada que ver -a menos que te hayan injertado un pez robot en las entrañas, que estés intoxicado, tengas el abdomen de una modelo rusa o de ese chico que te gusta tanto-. Eso y varias cosas más de las que compartimos pruebas prácticamente irrefutables, me llevan a pensar que, en el improbable caso de que su traje haya sido confeccionado por un sastre, el encargo fue llevado a término tras una gran cantidad de ajustes y correcciones e -incluso a pesar de ello- una vez ataviado el trilobite, el calce era realmente malo. Aparentemente los uniformes cumplen un papel importante en la tarea de pasar desapercibido, pero un vertebrado con semejantes características tendría que aprender antes de asuntos que superan su inteligencia para dejar de resultarle molesto al prójimo.

Gracias al Gran Secuenciador que todavía eres tú quien está cerca mío.
Gracias, Altísimo.
Altísima.
Gracias, Noche despejada.
Despenalización.
Andar en bicicleta.
Gracias por transformar nuestra agua en vino.
Gracias por haber venido.
Qué bueno, Grandes Iniciados, que ya no tienen que volver.
Gracias a aquello que hace que los pájaros vuelen.
Gracias, Oh Gran Señor, que ese tipo jamás pronunciará mi nombre.
Gracias. Vuelvan pronto. Viajen, y vuelen. 
***

miércoles, 18 de mayo de 2011

Las crónicas

X/I.-
Las mejores tardes para escribir son éstas, camino entre el verano y el invierno, en las que es casi cierto que llueva y hay que meter el pecho adentro de alguna funda gruesa para conservar el calor y el orgullo milenario de los hombres. El lugar más común de todos y el más cómodo: preparar un café y encender un cigarrillo, buscar una música que ocupe la atención en un ritmo análogo y no pensar en nada más que en el estar aquí.
Ahora vivimos en el living, gran broma de los usos del lenguaje. Las otras habitaciones están pobladas por pilas de cosas que no se sabe qué relación tienen entre sí, columnas barajadas de cortinas viejas, libros, vasos, zapatos, discos, medicinas y esa sensación de "yo ya estuve aquí" que proviene de lo que hemos coincidido en llamar "el karma familiar". Hemos estado aquí, sí, omnipresentes en cualquier acción de ir o volver a donde sea y paranoicos de que se repita. Hipersensibles cada vez que vemos una caja pegada con cinta canela en la que se puede leer un destinatario lejano, cada vez que hay que desempolvar algo encontrado al fondo de un clóset o con sólo pensar en que suene el teléfono y sea alguien que llama de larga distancia, que llegue un email de un amigo que está del otro lado de la tierra... no sé. Es como una ola de nostalgia post punk/Charles Dickens que nos arroja a la deriva cual si fuera el mismísimo día del fin de todos los tiempos. Tiemblan las manos y, sólo si hay alguien cerca, lo miramos buscándole el "estoy aquí contigo todavía. No temas. No pongas esa cara de pequeño roedor que observa cómo los perros salvajes destruyen su madriguera. Aprende de una buena vez que todo va a estar bien cuando pase la tormenta y, además, es sólo el carrero que viene a llevarse los escombros"... Ufa... menos mal. Haciendo un esfuerzo por no parecer un imbécil vuelves a tu silla y te acomodas cerca de la ventana abierta. Lo peor de los aviones es que no se puede abrir la ventanilla y entre todas esas capas de acrílico ves condensarse las nubes y el frío en gotitas de agua milimétricas que dan la sensación de que, si algo sale mal, vas a ser testigo de horripilantes imágenes antes de que los globos de tus ojos exploten. Nuevamente te felicitas por estar en el living, por incómodo que sea pasar la tarde en una especie de glorieta desde la cual te pueden ver todos los vecinos en tu ropa de dormir.
Qué suerte que hoy no voy camino a ninguna parte. Va a llegar la noche sin que nadie me haya pedido que vacíe mis bolsillos. Prefiero esta alteridad evocando cualquier concepto, como una novela de Charles Dickens, pero estando quieta y viviendo en el living, a ese peor momento de aviones al condensarse las nubes con el frío entre las hojas de acrílico que no se pueden abrir. Los pies hinchados. La persona que ocupa el asiento junto al pasillo. Ser ese pobre idiota sin querer o de pronto. ¿Qué hace una piedra sola en el medio de la nada? No hace nada. No existe tal piedra, que yo sepa. Todas las piedras que vienen a mi cabeza están acompañadas de un montón de cosas o permanecen flotando cíclicamente en el espacio a un ritmo propio entre las demás piedras. Desde la ventana se alcanza a ver la oscuridad del jardín y las hojas del crespón pintadas de amarillo por la luz artificial. Se está bien aquí; a pesar de la supuesta inconformidad a la que se nos propone orillarlo todo, de tal modo que la posibilidad de hacer esa afirmación queda cercana a la vergüenza. "Se está bien aquí"... Se dice que no tiene interés alguno la parte de una historia en la que la gente lo está pasando genial. Se dice simplemente: a partir de ese momento lo pasaron genial, y después se retoma lo realmente importante.
No quisieron contar que mientras eso sucedía, vieron un nene con una vieja y otra mujer, sentados en el suelo, en la banqueta frente a la iglesia, y las mujeres hablaban como podrían hacerlo las costureras, y el nene dibujaba en un trozo arrancado de un papel color celeste, apoyándolo en el piso, contento. Trazaba con un color rojo las piernas de un personaje muy alto o un caminito de fuego.
Llamaradas color turquesa iluminan la base de la tetera. Mi abuelo nunca vivió en este casa, pero tengo la imagen de él, sentado frente a una especie de secreter angosto, ubicado tras la puerta del estudio, bajo el librero. Puedo verlo ahí, escribiendo en ese rincón, casi en el pasillo, con una taza a su lado derecho y sus grandes anteojos de pasta. A mi nona, cocinando fideos en una cacerola grande y abollada sobre la llama, el agua hirviendo, pintada de beige, y las esferas de aceite de maíz que se arremolinan, se esconden y surgen en el centro.
La fotografía de mis hermanos cuando eran pequeños, parados muy juntos uno al otro, que colgaba en la pared de la escalera de la casa en la que crecí. Alguno de los dos tiene calcetines rojos bien estirados y zapatitos negros. El Juan tiene un yeso, el brazo roto, y la Caro. un vestido clarito, ese lunar en la mejilla y su flequillo muy lacio. Muchas veces no encuentro el sentido en inventar algo determinado por hacer, delante, en el tiempo o en otro espacio, sino que hallo un regocijo, como un caramelo de cereza envuelto en papel dorado, en enunciar lo que puedo contemplar o sentir aquí y ahora; lo que se repite en mí a través de ese tiempo; el espacio que se modifica y uno se reconoce como el mismo a pesar de que cree haber cambiado considerablemente.
Hace dos semanas que salí de mi casa con un billete de cien pesos y todavía tengo algo del cambio. Me resulta asombroso simplemente porque noto la diferencia entre el tiempo que uno invierte y el tiempo en el que se descubre rodeado de regalos. Y cómo el tiempo mismo se convierte en un bien del que uno a veces reniega y otras veces ocurre atendiendo a todo lo que está en él, a todo lo que funciona bajo su sistema de reglas... y es finalmente él el que se adapta, el que se expande de manera significativa o se experimenta inmerso en una emoción particular, genuina y bella. Quizás bella porque uno lo acepta -su paso- como se acepta un regalo.
Quitamos los parásitos de la planta y descubrimos que eran esponjosos y aterciopelados, contrario a la idea rígida y seca que teníamos de ellos. Los aplastamos con un cotonete, poniendo mucha atención en los colores y las texturas de los líquidos que salían de ellos, parecidos a la sangre, a la pus, y al yeso. Sus patitas eran negras y se movían como las de cualquier otro tipo de insecto, pero más suavemente, como si nadaran en una especie de crema. Esos bichos invertebrados cuya figura los dota de toda estructura. Se parecían, en parte, a la cáscara de un queso brie. A los hongos que crecen en febrero, que al pisarlos parece que se hubieran esfumado; al unicel, que desaparece con el fuego, pero sin dejar ese humo negro. Los mexicas usaban las cochinillas para preparar la tintura roja que aún permanece en las paredes. Incluso deben haber sabido diferenciarlas por su tamaño, cuáles pintan más rojo, cuáles más anaranjado, cuáles sólo atribuyen más líquido a la mezcla. Cuando estamos juntos podemos darnos cuenta de cómo es que solemos agrupar las cosas para tratar de entenderlas, cómo nos es más fácil todo cuando podemos encasillarlo, lo fácil que es meterse uno mismo dentro de un túnel de absoluta oscuridad y contemplar la realidad como si fuera eso. Quedarse con el valor negativo de las cosas y, con un poco de suerte, adquirir experiencia a través de ello.
Pintaré caritas felices en las paredes de mi nueva casa y permaneceré mucho tiempo dentro del baño. Llegaré a desesperarme por no tener todas las cosas que anhelo y atesoraré todas las cosas que tengo ya, obsesivamente. Valoraré a las personas por sus acciones, ciñéndome a un código ético tal vez abrupto, pero responsivamente coherente conmigo y sólo conmigo, ante el cuál ni siquiera yo misma tengo a veces nada que objetar porque me he dado cuenta que eso no me es fructífero.
Soy ésta que está aquí, con sus bordes y sus métodos. Con su alquimia pasajera y cíclica de analizar la manera en que ocurre lo que puedo percibir. Andaré con los costados poblados de otros hombres a los que intente comunicar ese modo en el que yo creo que acontece todo, la ósmosis propia de lo que existe, la vida y su centro al que todo regresa. Un moco, un huevo, un badén. Simplemente por que están aquí con nosotros, y referirnos a ellos como si eso les diera una mayor importancia. Atribuírsela nosotros, rebuscada o sabiamente. Decirles a ustedes, que no existen todavía. Que yo sé que existirán y ya podemos ir teniendo cierta empatía. Pensar en nuestros nietos o lo que hemos heredado. Qué habrá en mí que me relacione con ese pedazo de queso, y descubrir, entre las flores de una mata, el eslabón perdido. 
***

miércoles, 13 de abril de 2011

Nuestra gratitud


La puerta está abierta y las ventanas, cerradas. Es la única salida que ha quedado sin rejas.
Hemos hecho grandes esfuerzos para que la casa deje de ser la misma en la que la abuela empezó a morirse, pero lo sigue siendo. Hace muchos años que hemos nacido.
La pintura nueva combina con el antiguo reloj -ni siquiera las paredes han podido escapar del color mostaza de la nostalgia-, y arriba de los roperos aparecen colchas de lana que jamás habíamos visto porque alguien creyó que un día tendríamos en nuestros propios pies tanto frío como sólo lo habíamos imaginado para otros.
Aparentemente hay una gran diferencia en levantarse temprano por la mañana y quedarse despierto hasta que salga el sol. Ellos fueron puntada, carbón, sacrificio. A nosotros no nos quedó ningún lugar para guardar el rencor: la abuela nos enseñó a hacer collares con fideos y mamá me permitía escribir las vocales en el espejo con sus lápices de labios -para hacernos algún mínimo drama de algo, tuvimos que estudiar en colegios de humanidades, desarrollar alergias, mirar la guerra en el noticiero y tener encarnadas las uñas de los pies-. No conocieron la culpa de los domingos, de los días que hemos pasado sin quitarnos la pijama. No sabemos qué era lo que imaginaban cuando rezaban por que nuestra vida fuera menos dura.
Esto es lo que hemos conseguido; lo que ustedes nos regalaron. No hemos descubierto otra forma de estar bien, más que la de seguir a nuestro corazón. Nuestros tiempos de ocio se los debemos a ustedes y la vocación de hacer lo que más nos gusta. No hemos sentido hambre ni vamos a tener tanto frío excepto que hayamos muerto. Tendríamos que estar muy tristes o solos o locos. No les vamos a pedir perdón; les estoy pidiendo permiso. Santificaremos las fiestas, nos echaremos al sol. Nada malo va a ocurrirnos. Los cimientos de esta casa van a seguir siendo los que ustedes clavaron en el suelo aunque usemos el patio para reunirnos con nuestros amigos a tomar vino. Y un día tomaremos un avión -quizá nos sirvan una comida tan desagradable que no estemos dispuestos a comerla- y aterrizaremos en la tierra de la que ustedes vinieron. Abrigados con camperas de pluma, daremos una vuelta por la plaza del centro y fumaremos un cigarrillos. Visitaremos la iglesia y encenderemos una vela que se apagará cuando ya no estemos ahí. Eso será todo lo que quede en el mundo de esta inmensa gratitud y no habrá sangre. Enseñaremos a nuestros hijos a que ya no les importe si eso es o no es suficiente.

miércoles, 6 de abril de 2011

Aclaraciones innecesarias

1.- La entrada anterior a ésta, fue la número 111.
2.- El número de duelo asignado a algunas de las entradas, se refiere al número de días de vida que goza y duele quien remite este mensaje.
3.- El contenido de esta entrada carece de importancia; su única finalidad es hacer más liviano el peso de no haber posteado nada en dos meses y lograr que el contador marque las cuatro mil visitas de una puta vez.
4.- La dichosa llegada del otoño no fue celebrada con una entrada; lo merecía.
5.- Del lado derecho de este espacio usted encontrará una serie de vínculos, cuyo objeto es promover o rendir homenaje al trabajo de personas que aprecio o admiro, compartir hallazgos que considero valiosos y orientarle a sitios que podrían ser de su interés. Considérelo una invitación.
6.- Si algún día logro comprender el sistema, prometo agregar etiquetas y todos esos gadgets metaconectores que ofrecen las redes sociales.
7.- La imagen del título del blog es nueva. Regalo de Jose. Píquenle ahí, cabezones... son todas cosas lindas.
8.- Ésta es una de las entradas más decadente de este blog. Si es la primera vez que usted lo visita, utilice el scroll y pásele a lo chido.
9.- Como no hay etiquetas, el trabajo lo tiene que hacer usted: a su derecha una vez más, bajo el título de Equipaje, yacen cerca de cien entradas que no han sido leídas en años; apriete en cualquiera de ellas o conjugue los verbos ir y volver en la barra de búsqueda arriba a la izquierda. Hay idas y vueltas como para hacer dulce.
10.- A quienes hayan llegado hasta aquí, a este renglón, a este momento, quiero decirles -como en una chorrísima entrega de premios (y como siempre)- que me alegra mucho. Vuelvan.

Vamos, Hit Counter... Vamos todavía.

martes, 8 de febrero de 2011

✈ Duelo No. 9,484

El dolor vino junto con la posibilidad de un nuevo amor, unas vacaciones que se terminan y la alegría de observar cómo los amigos se hacen cada vez más grandes y más fuertes, más solemnes ante lo importante, más impasibles ante lo que carece de importancia. Una alegría pasajera de fin de semana que consiste en tomar un taxi por la noche, golpear una puerta y ser recibida por esos seres con tatuajes en los brazos o lindas piernas, cuyo rostro es siempre amable. Te sirven un vaso de licor y cuando hablan sostienen tus propias teorías sin dejar de mencionar que la práctica es bastante más compleja, que los piratas también se baten a duelo, naufragan y se emborrachan hasta perder el sentido. Los piratas también mueren. 
Bailar las mismas canciones con las que empezamos a derribar paredes y a luchar en esta guerra. Fumar un último cigarrillo antes de ir a la cama, como si hiciera falta. Dormir boca abajo soñando que la lluvia que repica en las baldosas del patio es la marea que crece y un buque repleto de marinos con capuchas blancas, juntos, en la tormenta, gritando órdenes y sosteniendo esas cuerdas con fuerza para vencer el miedo, para vencer el viento, para poder ver nuevamente cómo cesa la la furia y las nubes se adelgazan, el cielo se platea, se levanta la brisa que anuncia el caluroso día de verano que será mañana y, mientras dura el fresco, toman una bebida caliente y comparten el silencio, con la mirada fija en el Este y la certeza del sol que pronto va a asomar su círculo tras el borde del mundo. Aún no sé cómo pude olvidarme, cómo puedo ser tan idiota:
Hace dos o tres semanas palpitaba en su centro como un pequeño cangrejo ermitaño guardado adentro de su caracol. Sabía que estaba ahí y podía distinguirlo entre todos mis tejidos, tironeando desde la base de la espalda con esa delgada fibra que se anuda una vez donde se juntan la cabeza del fémur y la pelvis, otra vez, en un nudo doble y apretado a mitad de camino hacia la rodilla, en la cara exterior del muslo izquierdo, y una vez más, justo antes de llegar a la corva, detrás de la pierna, como si algo extraño a mí quisiera envolverme y hacerme caer como quien se enreda jugando al resorte. Pero di más importancia a la dulzura pasajera de los libros, los viajes, las visitas y los teatros. Siempre que he logrado hallar una excusa para pasar la noche en vela, me distraigo de todo lo que me aleja del bienestar. En la vera de todo lo que está a punto de suceder -la cosecha de los frutos de las plantas que sembramos hace ya tiempo; los boquetes que se han abierto en las paredes recién construídas para colocar una ventana o una puerta por la que entre el sol y el aire; el dinero obtenido del trabajo al que me forcé para poder gozar de cierta holgura en este mes en el que siempre llueve sin importar de qué lado del Ecuador uno se encuentre- “cómo no iba a distraerme” me dicta la autocompasión: No mereces este dolor y menos ahora... y al dolor no le importa nada. Llega y me toma por la espalda sin escuchar que tengo que ser valiente para poder llevar a cabo el trabajo que me propuse, que tengo que ser bella para encontrar un hombre que me ame, que tengo que ser tolerante para poder comprender ese daño como un ciclo al que está atada mi carne, y ser sabia, templada, virtuosa, y tierna aún cuando el cangrejo se convierta en un dragón, aunque con sus garras arañe mis músculos e intente arrancarme la espina, aún que su fuego consuma mi oxígeno y mi sangre se torne negra, ardiente, y hiera mis propias venas llenándome de rabia, oscuridad y desesperación. Ningún pirata en ninguna historia aparece tirado en el suelo llorando de terror. No existe la belleza en esos gritos que calan el mismo mar cuando los hombres sienten pena de su propia existencia. No hay piedad ni cielo para los que se duelen de ser quienes son ni para aquellos cuya agonía ha hecho adolecer la vida de los que están próximos. No hay amor aguardando por los que han fallado en amarse a sí mismos.
Ya no se siente el vacío porque lo ocupa todo. Mis extremidades con todas sus lianas de grafito amontonan sus quejas en un abismo bajo el cual sólo hay agua hasta donde termina el universo. El otro lado está ahí para hacer visible lo que no alcanzaré jamás. Cada respiro increpa a ese monstruo, desde cuyos ojos lo observo todo, a aumentar el ritmo, a tejer y tensar con más furia mis raíces, tironearlas y retorcerlas y lanzar sus bordes prensiles tan lejos como puedan llegar. Lo que queda de mí tiene miedo de cuando ya no quede nada. Lo que había antes está ya muy lejos, más allá junto con la tierra que alguna vez fue nuestra; junto con mi infancia y la adolescencia de mis hermanos, la juventud de mis padres. Junto con mis abuelos, que están muertos, y los hijos que no tuve contigo ni con él. No soy un marino ni hay nadie cerca, ni nada hay que me recuerde a ti. Ni siquiera a mí.
En ese mundo de fiebre dios es el dolor, la angustia es el brillo de la vida y yo soy todo lo que habré perdido cuando muera.
***

viernes, 14 de enero de 2011

Iteración

Nunca estuviste más cerca que ahora. Qué te puede hacer la hierba si tan solo vas a recostarte ahí por un momento. Nos vivimos volando de los nidos que nos vieron nacer y aprendemos a transitar reptando a través del suelo pulcro. Ellos barrieron para que tú puedas acostarte ahí. Muchas gracias abuelo. Y no lo digo por nadie, sino por la tierra; por los pedazos de montaña que antes eran el fondo del mar. Entiéndeme. No me la creo tanto como para venir a decirte de hacer lo que quieras, pero hazlo.
En el principio no había nada y casi no puedo, me cuesta, empezar a describirles todo lo que hay aquí ahora. No podríamos volver atrás y me tiemblan las manos si me anticipo a pensar que ya lo hemos hecho. De cómo es que nos comunicamos y podemos comprendernos. No sé todavía si somos capaces de creer en eso pero, una vez más, estuviste conmigo, toqué tu carne y estaba tibia. Recortes de matas que echan raíz donde quiera que haya un poco de tierra y florecen pronto en pétalos de colores, crecen como la tinta en la tela. Hemos conseguido estampar la luz en nuestro pecho y probar la frutas pequeñas, agrias, romper la nueces, morder las cáscaras. En el interior está lleno de pequeños núcleos, membranas delgadas que conservan agua, acopian cristales, se tornan amarillas y brillantes, se oxidan y se pudren. Descubrimos los lustros, las estaciones. Las bajadas, las películas. Hazte una, en la que aparece un lago muy hondo y la orilla está cubierta de polvo de piedras. Las almejas se reúnen donde las olas se hacen nudo y permanecen allí, como quien muere para volverse tierra de vuelta, en un listado que jamás se arredra de objetos -sujetos- que se suceden.
Deberías tranquilizarte un poco: sentarte a contemplar el cielo y no decírselo a nadie. Pero cuando yo llegué, tú ya estabas formado en la fila; o será que te conozco desde que te vi acercarte, a lo lejos, y eras pequeño y gris, y no sabía tu nombre. Roberto, Euménides, Marucha, siéntate aquí. Acuérdate dónde dejaste las llaves. Ya acuéstate que tienes frío. Cuando llegó a la dimensión número dieciséis dejó el lápiz a un costado, suspiró y miró alrededor: la habitación estaba vacía.
No esperes nada de mí. Menos aún si logro convencerte de que todo es posible. Te invité para que pudieras mirar en aquellos ojos; esta es la gente que he amado y nunca se irán. ¿Te persiguen? Sí... más o menos eso. Continúan estando en mi sangre lívida por volverse oscura. Detrás de los postigos, junto con toda esa luz. Y si te vas, enséñame cómo dejas abierta la puerta.

sábado, 1 de enero de 2011

Fwd 2011

Envié este mensaje a mis seres queridos para despedir el año. Fueron ellos, con la enorme generosidad que los caracteriza, los que me aconsejaron postearlo aquí. A ellos están dedicadas estas líneas:

En los cuadros de esta nostalgia de calendario gregoriano tan predecible, hay calles y noches, luces de todos colores, escritorios y asientos, cortinas, telones, sábanas, bolsas de dormir, pañuelos desechables, vendas. Montones de manos que se alcanzan objetos unas a otras. Fuentes, ríos, regaderas, baños públicos. Aeropuertos y terminales de autobús, estaciones del metro que se vacían de toda esa gente que espera en tan poco espacio... y quedan sólo los ecos de algunos pasos solemnes que ya no se apuran porque es demasiado tarde.
Lunas cortadas por la mitad, de color amarillo, durazno, blancas. Mañanas que llegan sin haber dormido, en las que los propios párpados pueden sentir los ojos desvelados y atentos a la claridad inesperada. El calor que enrojece las mejillas hasta que laten por sí mismas como dos corazones sonrientes y ansiosos de llegar al lugar en el que se los espera. La primavera y el otoño sólo son los matices que las plantas nos barren y nos llueven, confiándonos, en un cifrado de sonidos, que todo llega y todo se va, pero sobre todo, continúa.
Serán ya cientos de miles los kilómetros de carretera. Otra vez las noches sin dormir esperando para irse, otra vez las sábanas que los pies retuercen anticipando el movimiento para levantarse, bañarse, cambiarse y abrir otra vez la mochila para comprobar si está todo, ojalá esté todo, y cerrarla e irse... Los kilómetros de vuelo por sobre las nubes que cuando se esconde el sol ya no se sabe si son nubes o mares, o desiertos de sal o montañas de arena. Los caminos que se ven desde allá arriba, increíblemente perfectos, que lo atraviezan todo, todo de una manera en la que pareciera indiscutible que somos parte del universo. Caminos como flores gigantes, como las venas de los empeines, como tallos de apio, como alas de insecto como velas de barco. Desde allá arriba no se distingue ningún error. La vida persiste de la única forma en la que sabe hacerlo: repitiéndose a sí misma, filtrándose en todo lo que existe. Por sobre las nubes distinguiendo a los que están abajo como nidos de luciérnaga, tan pequeños o lejanos que no se sabe si son fósforos, lámparas, haciendas o pueblos. Cómo hemos poblado este mundo tan grande que el horizonte se curva, los ojos son esferas, damos vueltas alrededor del sol y bailamos en ronda. A pesar de la distancia podemos encontrarnos. Aquí mismo, a la hora de la siesta, en cada palabra que se formula está la certeza de ti.
Todos los libros que se tratan de lo mismo. Las letras en diferentes lenguas que se entienden de todas formas. Con la cabeza rapada y el cuerpo desnudo formamos un ejército de los mismos seres que descubren que tienen cosas en común con todos los otros, incluso aunque no lo deseen o aunque no puedan verlo. Un millón de veces más escribiré esta carta para decirles que los llevo adentro mío porque todas las cosas me recuerdan a ustedes, me acompañan de ustedes, nos reúnen eternamente y al final no queda ninguna frontera o límite, ninguna separación ni distancia o pasado posible y solamente el cariño, la luz que irradia de lo invisible.
Feliz 2011.