viernes, 27 de agosto de 2010

Niveles

Papá y mamá se habían ido. Cuando llegué iban saliendo y me habían prevenido del Mercedes color azul metálico estacionado en el techo de nuestra casa. El dueño volvería en algún momento. Simplemente había que asegurarse que no se le ofreciera nada. Cuando era niña papá tenía un Ford al que llamábamos La perrera, pintado de ese mismo color. 
Estaba en mi habitación, iluminada con una luz cálida y preciosa, cuando escuché que, sobre el techo de la sala, el motor del Mercedes empezaba a roncar. En nuestro garaje, ahí, planta baja nomás, estaba el Orion rojo modelo 95. Mis tíos aún lo conservan y a mí me gusta. La pintura es de un rojo especial.
Cuando el Mercedes bajó del techo por la rampa -que era simplemente alguna pared del frente de la casa inclinada en un ángulo de 45 grados- recibí un montón de información que atravezó mi cabeza, como un video. No es que la haya descubierto enseguida o la haya sabido de antemano sino que en ese momento, ocupando tiempo, antes de abrir la puerta de calle para salir a despedir al huesped, hubo para mí esa presentación informativa: El precioso automóvil estacionado en el techo de mi casa no era de un viejo libanés de piel curtida que sostenía en los labios una boquilla con un cigarro light en la punta, como había sospechado yo al principio; era nada más y nada menos que del autor, novelista, el fabricante más prolífico de bestsellers en el mundo, Stephen King. El informativo, muy bien editado, documentado e ilustrado, me contó que Stephen King tenía una hija. Una nena que había nacido entremedio de una relación tortuosa con una mujer. Ella había tenido un trágico destino que no hacía falta detallar. Los medios, un juicio, no sé qué más cosas, habían hecho un jaleo espantoso y terrible alrededor de aquel bebé que por nada del mundo podía quedarse con su madre, tenía por padre a un escritor alcohólico de cuya cordura dudaba la ley, y además la bebé padecía alguna enfermedad que limitaba su capacidad mental. Stephen King, luchando contra todos los obstáculos, había sido valiente y había criado a su nena. 
Tal vez habría que mover el Orion para que Stephen King pudiera echarse en reversa para salir. Yo nunca he manejado el Orion. Aunque quizá pensándolo bien, el mercedes sí daría la vuelta; era un coche pequeño, de esos que no tienen asiento de atrás más que una especie de maletero o en el que sólo cabe una persona ridículamente sentada a lo largo. Abrí la puerta de calle y efectivamente Stephen King había podido maniobrar. Esa fue la primera señal que tuve de que era un hombre sencillo. Habría podido gritar que le corriéramos esa carcacha si se le hubiera dado la gana, como un rico pelotudo e inútil. Pero no lo hizo. Había frenado el auto sobre el empedrado, frente a mi casa, y apagado el motor. Su puerta estaba abierta y él hacía una llamada de trabajo por el celular. En el asiento del acompañante había una chica. Cuando me acerqué, Stephen King pidió un momento a la persona en el teléfono y se presentó conmigo. Me tendió la mano, me dijo su nombre. Lucía Malvido, mucho gusto, le dije yo. Y él tocó mi hombro y con un gesto paternal se disculpó con la cabeza y retomó su llamada. Yo me acerqué al auto para saludar a la chica. En el informativo la hija de Sthephen King era sólo un bebé, pero eso había sido hace mucho tiempo. Tendría mi edad. Su piel era cobriza y estaba además bronceada por el sol. Iba arreglada con excelente gusto: corte de pelo carré, pequeños aretes dorados, una camiseta de punto, mangas tres cuartos y escote en v de un color verde ficus y sus pantalones eran de gabardina delgada, de un verde pálido, menta. Su perfume olía bien también. Estiré la mano para estrechar la suya pero sería propio darnos un beso, aunque para eso yo tenía que sentarme en el asiento de Stephen King. Siéntate, dijo ella, sabiendo que su padre se demoraría. Venían de pasar el día en algún spa, bañándose en algún lado, algún tipo de club o balneario. Habían dado una caminata y disfrutado del domingo juntos y en paz. ¿Por qué estacionaban en mi techo? Bueno, todos los techos son iguales. Podrían estar pegados. Simplemente sería como un nivel un poco superior, nada más. No tenía demasiada importancia. 
La tarde tenía ese sol mandarina que no quema sino que entibia dulcemente. Estuvimos platicando un poco. Los asientos eran de piel color hueso y combinaban muy bien con las molduras de madera y el azul acero del auto. Ella era muy amable, muy linda e inteligente. Su discapacidad sólo se notaba en una untuosidad particular en su voz y una de sus manos no se había formado bien por lo que no tenía dedos más que uno muy pequeñito. Sus rasgos no eran muy diferentes a los de su viejo, aunque llamaba la atención que su piel era mucho más oscura, como la de un pielroja. Su nombre empezaba con S. 
Mientras le decía algo, ví una cosa que se movía en la pequeña ventana detrás de ella. Le dije ¡Mira eso!: una oruga, como un gusano de seda pero grande como una esponja, estaba esquinada en el ángulo del vidrio y se movía. Era negra y verde y amarilla, con un patrón curioso como todas las orugas, y en algunos puntos tenía manchitas color malteada de fresa. A mí me daba un poco de miedo. No parecía mala o algo así, pero era grande. Quizá quemaba, como algunos gusanos. No hace nada, me dijo ella. Se habría metido en el auto. Vendría del nivel de allá arriba. Simplemente querrá regresar a su casa. Y la gorda oruga recorrió despacio su camino. Eso implicaba pasar por donde yo estaba, por lo que salí del auto y me acuclillé junto al asiento para verla desplazarse. La observamos durante un rato largo. Era muy bonita. S no le tenía miedo y la tocó un poco para orientarla. Mientras tanto Stephen King discutía con alguien que le decía algo de unos archivos que tendría que reenviar. Renegaba porque los traía en el celular pero no estaba seguro de cómo mandarlos y, un poco embolado, pedía indicaciones a la persona que hablaba con él, quejándose de que por estos días la tecnología resultaba a veces tan un dolor de huevos. S me sonrió y yo a ella. Esas sonrisas que resumen las cosas cotidianas.
Mientras esperaba con S a que su papá terminara la llamada, en la casa de la esquina también había unas personas esperando. Eran dos tipos, uno más joven y uno más viejo, muy flaco, que tendría casi cincuenta años y una rala melena larga y canosa. Usaba bermudas como para hacerse el pibe. Un forever planta y el otro por ahí. El vehículo en el que esperaban sentados era como una carreta. Y se sentaban bastante juntos respetando el lugar que ocuparía la persona que faltaba. Empezaron a cantar esa canción que dice “y nos dieron las diez y las once, las doce y la una, y las dos, y las tres...” Su tono era terriblemente desafinado y yo y S nos reímos. Después empezaba a ser insoportable. Era gracioso que nosotras también estuviéramos esperando, pero a pesar de los cánticos de borrachos, Stephen King no se distrajo ni un poco de lo que lo ocupaba. S me preguntó si tenía hermanos y le conté algunas cosas acerca de ellos. Que ya vivían cada quien por su lado, que mi hermana vivía con su chico y todo eso. Algunas anécdotas de cuando yo era chica y mis hermanos eran adolescentes. Nada del otro mundo, sólo mis impresiones de entonces; las locas ideas de los chicos de quince y dieciséis años que yo admiraba tanto. En la pared de ladrillos de cemento debajo de mi ventana, todavía se podían leer frases escritas con aerosol color vino, que los amigos de mi hermano habían escrito en esa época. La más desubicada decía algo del whiskey. Había una, escrita por el Negro Cobos, que decía Juan sírveme un meñoqui gratis. Recordé al Negro sentado en la mesa de la cocina de la verdadera casa en la que crecimos, diciendo algo sobre que siempre había menú, la comida era rica y además era gratis. Y entonces siempre que tenía hambre, preguntaba si no había menú (meñoqui, qué sé yo. También menú es gracioso).
Hubo una elipsis sonora en la que, mientras yo pensaba acerca de el origen de la palabra meñoqui, Stephen King suspendió su llamada, se despidió de mí muy amablemente y me dió las gracias. Un gran tipo. Se ve que un gran padre también. S y yo nos dimos un beso y nos dijimos que había sido un gusto conocernos y charlar. La molesta voz de los borrachos pasó a segundo plano y caía la noche. El Mercedes, del color de la noche nueva, sonó y encendió sus luces blancas, dio vuelta en la esquina y desapareció. En algún lugar, alguien me esperaba a mí también.
Me despertó mi propia risa: Meñoqui gratis, jejejeje.

jueves, 12 de agosto de 2010

Acopiando viento

Si el cielo no tuviera hoy ese uniforme celeste y viejo.
El Plata café con leche. El tango de esa noche cantándole al humo de un cigarro, otra vez como si cada rizo gris fuera inesperado.
Un viejo marino descubre la melancolía en el horizonte, tierra a la vista, como si fuera la última vez, la primera de todas, la única que hubiera conocido.
Ha cruzado todo el Atlántico para llegar hasta aquí ya que todo tiende hacia el ocaso. Durante la noche enfrenta a la oscuridad, resiste, y muere. Pero la muerte y la honra son la vida: el sol ha renacido.
La esperanza de que vuelvas. De que halles la hermosura en un nido de gusanos. Si creyeras un poco.
Por qué quemaste a tanta gente con tu pólvora. Por qué llamaste putas a las que cerraron los ojos en tu pecho, y hablábamos del alma, del héroe, del vacío...
Yo también he maldicho la carne. Yo también he malvido los campos.
He pisado las semillas, Señor. He afilado los colmillos de los cerdos para infectar sus raíces; con la luz que tuve en mis brazos frabriqué veneno. He calentado el hierro para grabar mi nombre en sus ancas. He ayunado con ron y llanto esperando convertirme en perla, en ostiones, en almejas. He dormido más de la cuenta. He contado más de lo que escribiré nunca. He andado tanto para llegar hasta acá: el mismo sitio que nos vio partir. Quisiera no morir nunca Señor. O morir en el mar, un día martes. En el misterio del mar con sus posibles monstruos. Descubrir las sirenas. Ver a las tortugas que sostienen el mundo. Acariciar su espalda de roca; contemplar cómo le crece al coral el cabello.
La Victoria flota en una nube ceniza y no puedo ver hacia dónde apunta su frente. Sólo sé que vamos adelante, sin torcer el rumbo, acopiando viento.

martes, 10 de agosto de 2010

El recurso soñado

Había grandes salones de luz pálida como la miel de maíz. Los pisos eran fríos. Escaleras por las que sólo pudimos bajar y las venas del mármol lechoso eran casi negras, rojas o azules como entrañas. Había cosas doradas. A lo mejor los marcos de los cuadros que hubiera en la pared, los listones que sostenían las cortinas, los candelabros en la superficie de los muebles, el pasamanos de la monstruosa escalera. No estaba sola sino que había otros conmigo. No estábamos preparados para la misión. Todo era demasiado grande. El techo de aquel sitio estaba por lo menos a diez metros de nuestras cabezas. De haber sido necesario abrir un cajón o manotear un picaporte, hubiéramos tenido que hacerlo entre dos o tres y de todos los que podrían haber estado conmigo sólo puedo asegurar que no somos -ni en sueños lo éramos tampoco- acróbatas, karatekas ni agentes secretos. Sólo nosotros, los mismos de siempre con lo bueno, lo malo y lo feo, enfrentando ese espacio, esa presencia que nunca pudimos ver pero que estaba allá arriba acechando; un ogro, la vehemencia del mal, las cosas que nos persiguen y de las que no nos podemos deshacer porque están adentro nuestro. Dejarlas atrás sólo es posible quitando, como quien arranca una costra, un pedazo que tal vez no sirve pero, de menos, va a doler.
No sé muy bien cuál era la misión. Sólo sé que debíamos sobrevivir a ese sitio. No perder a nadie en el camino, formar un equipo y ver por la seguridad de todos. Resistir a lo que fuera que estuviera allá arriba y en todas partes, con su frialdad y su blancura se filtraba despacio adentro nuestro. Nos hubiera convertido. Nos hubiera transformado en sal o en piedra alejándonos de toda posibilidad de volver a ser nosotros mismos, de volver a calentar nuestra piel o darnos un abrazo, de percibir la luz más vulnerable, esa que se enciende junto con la madera y que puede ser color de rosa, lila o crema como un durazno. 
Íbamos contra el reloj. Teníamos que salir de ahí y debíamos hacerlo rápido. No bastaba con salir por la puerta: afuera no había nada. No habría nada hasta que resolviéramos el asunto. Necesitábamos organizarnos. Teníamos que usar todos los recursos y las capacidades de cada quien. Teníamos algunas armas pero nos dábamos cuenta que no servirían de nada. Sosteníamos esos palos en el aire sólo para aferrarnos a algo, pensando que tal vez sería mejor agarrarnos de las manos. Llevábamos lo puesto, lo que uno siempre trae encima. Como mucho un cinturón, un reloj, un celular, un alfiler de gancho.
También pensamos en ceder. Hacer un círculo, apretados unos contra otros, las cabezas juntas, el calor de nuestros alientos, y despedirnos de todo ahí, en la penumbra formada por la fuerza de nuestros cuerpos, como una casa en ninguna parte, ahí... decirnos hasta nunca. Morir juntos. Con recuerdos, con amor.
Pero no lo hicimos. Necesitábamos una idea, un último intento. Las reglas eran esas, como las de un cuento de hadas o una historia épica.
Se me ocurrió una idea: desde algún dispositivo que no sé quién tenía o de dónde sacamos mandé un Twitter. Tampoco sé qué decía pero eso nos salvaba. Es gracioso.
Creo que lo que sucedió fue el hallazgo de la posibilidad de romper la ley de ese sitio de un modo tan simple, con algo tan al alcance, una ocurrencia que aplastaba toda la coherente y lo serio de ese mundo tan fácilmente como aplaudir sobre un mosquito. Tal vez esa fue la clave del éxito. Me hizo pensar en los recursos que tenemos y en lo importante que es cómo, cuándo y para qué los utilizamos sin importar qué tan bastardos pensamos que son. Yo ni siquiera tengo Twitter.
Hacía bastante que no posteaba. Pensé que valía la pena compartir esto.
Les mando besos.
Lu =)!