No poder dormir sin esa voz callada. No saber qué
hacer para conseguir olvidarle.
La mañana pide abrigo y despojo. Una suma de café y amargura de la que ya se
conoce el sabor y no es rancio, todavía, aunque uno pensara que podría ser así.
Ella ya no baila y fuma sin querer, ahuyenta a los insectos para que no
molesten un sueño que no se ha concretado. El descanso o la muerte llegarán un
día y, si la fortuna continúa de su lado para entonces, no ha de tardar mucho
en acercársele.
Golpea la soga en el patio, con pesadumbre. Arrea delgados caballos que cansan
la vista como para dejar de verlos. No quisiera encontrar sus costillas
sosteniendo el cuero sarnoso, maravillan los cascos que aún truenan y trinan
metalizando la espera. Que el asfalto vuelva a hacerse tierra, claman, que el
brío vuelva y el brillo herrado enrojezca; también espera.
Un hombre pasa y vende tierra. La mujer es grande y olvidó sus anteojos. No
puede trabajar, así que se excusa y regresa a casa buscándolos. Cuesta hallar
lo que sea sin poder enfocar correctamente la vista. El hombre es ya viejo. Lee
una novela sobre los recuerdos de infancia de otro hombre ahora también muerto.
Estaría haciendo otra cosa de saber que la oscuridad está vacía y tibia aún de
la piel desprendida de alma que yacía boca abajo cuando las horas no amanecían
todavía.
Sirenas y policías. Ladrones. Vías del tren. Cada cual anuncia sonoramente su
trayectoria abyecta dividiendo el espacio sin sentido, cortándolo en porciones
que escapan las soldaduras; firmemente ocultando su titubeo.
Las cosas importantes se desgajan y gotean. El muro se revoca sólo con dinero, la gripe, en cambio, se diluye con el tiempo. La gente se ocupa en distraerse.
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