viernes, 28 de marzo de 2014

Usar las armas justificadamente


La Luna es como una madre. Estuve ahí hablando con una de sus mitades e incluso lloré. Todavía no llegan las últimas semanas de diciembre en las que lloro todo el tiempo como si realmente hubiera algo que se termina para dar lugar a lo que vuelve a empezar. Vuelve a empezar, dando la impresión de que existiera la posibilidad de tomar fuertemente entre los dedos el hilo de una cometa y hacerla bajar nuevamente al plano plano de lo inanimado; hacer que las cosas vuelvan como si eso fuera posible. Llegarás a extrañar todo lo que alguna vez conociste. Transitarás entre el ansia y la angustia, la astilla en tu carne que no puedes encontrar, la lámpara al final del cable cuyo extremo no encuentras en la oscuridad. Dónde mierda está el enchufe. 
Así es la vida, dijiste y me acariciaste la cabeza. La mascota del equipo. La multitud de chicos con uniforme de fútbol que bajan la pendiente todas las noches a cierta hora y no sabemos de dónde vienen pero podemos presumir que de jugar al fútbol. Qué vanguardistas que somos, sobre todo cuando contemplamos a los demás bajar la pendiente. 
El río también viene de bajada, aunque siempre parece que se fuera. Ocurre que el lecho del río retrocede: si el avión está en movimiento o no, si es éste tren el que se va de la estación o más bien es que aquél está llegando. Quiero tener una alfombra voladora y el calefón se transforme de una vez en un cohete. Guardar veinte mil dólares adentro del horno y quemarlos en una guerra de pasteles y bombas de crema (de paso, hacer arder a todos los vigilantes).
Hoy es una llave o una ficha. Delimitar sobre la mesa el espacio que ocuparía cada una de las cosas a jugar ahí. Qué tontería pensar que lo que uno pone realmente tiene una forma material. Qué tontería creer que uno ha perdido algo que nunca formó parte del único cuerpo que será nuestro en esta vida: este cacho de carne con piernas gordas y abundante pelo. Gran problema la confusión ante el parecer del otro ya que, como dicen los muertos vivientes, a lo profundo le encanta el disfraz. Ya no me hables más de todo lo que te molesta de mí porque hacés que sean mil y una las voces que me distraen. Cuando digo que no me voy a distraer más, sólo tengo en cuenta ésta hora y éste lugar; la geografía y el reloj de los antiguos navegantes. Quiero llegar. ¿Cuánto falta?
Tengo que escribir más de lo viejo. De esas tardes encerrada en un cuarto de hotel, mirando desde el balcón a las niñas bañándose en el mar sin camiseta ni sombrero ni bloqueador solar, jugando con una pelota grande de todos los colores, batiendo el pelo plástico de una muñeca en el fondo marrón de una pila cavada en la arena y llena con el agua de las olas que van y vienen. El sonido del mar que va y viene y pide silencio al despertar de ese sueño de fiebre del que despertaba. Quiero dedicar este tema al Sr. Beethoven que utilizaba ese horrible peinado gracias al cual el día de hoy me siento como un músico alcohólico, sordo y maniaco depresivo. Podría hacerme un favor y detener toda esta política de cuarta para raparme la cabeza y, al menos en la superficie, conseguir un poco de prolijidad. Estúpido Ludwig Van. No escuché bien lo que dijiste, pero córtame el pelo o la cabeza toda lo más prolijamente que puedas, tú que perteneces al género de los que pueden usar las armas grácilmente, piadosamente, justificadamente.
Ésta es la historia sobre mi vida que me invento. El poeta -que como ya era casi, se puede decir, viejo, entonces era un poeta- daba clases en un diplomado de escritura creativa. Era el último curso de la noche del viernes y el aula siempre estaba nutrida de alumnos. El viejo (poeta) era riguroso con las asistencias.
Entre los que atendíamos había una chica gorda de labios y cabellera gruesos, nutridos como se dice. Su voz era como la de el brontosaurio de una caricatura y su risa como la de  un vikingo borracho y somnoliento. Tenía un nombre horrible que no puedo recordar y era absolutamente cargosa y molesta. Siempre evadí interactuar con ella con excepción de una vez que ocurrió lo menos pensado para mí que soy tan sorprendible sorpresable... esa palabra no existe y la línea roja que la máquina traza debajo me lo recuerda porque a ella nada puede sorprenderle, contrariamente a mí. Ocurrió que un día la gorda -y miren que yo misma he sido y en ocasiones todavía me siento una gorda- llegó a la escuela con un morral de mezclilla gigantesco y sucio, lleno de libros y me dijo que los había traído para prestármelos. Yo me quedé estupefacta. Como soy tan pelotuda para resumir en una palabra lo que realmente soy, no pude decirle nada aunque tampoco le di las gracias. Intenté comprender a través de dos o tres preguntas confundidas por qué carajos es que ella había pensado que yo quería leer sus libros, esos, los suyos, encima de que yo casi nunca tomo prestado un libro porque alguna vez presté uno muy precioso y no volvió jamás y prefiero evitar hacer a los demás lo que no me gusta que me hagan a mí.
Aquí podría hacer un paréntesis (pero no me gustan mucho los paréntesis) ya que al escribir esa última frase me puse a pensar en el estado en el que estuve hoy y los “motivos” que a veces tengo para actuar marginándome a mis expectativas de los demás. Hoy me fui a ver una película alemana increíble al museo y eso era lo que quería hacer pero quería hacerlo acompañada y en realidad hubiera dejado de hacerlo si es que hubiese recibido una invitación de la persona con la que quería estar para hacer algo con ella. Pero la invitación no llegó y al contrario llegó un mensaje cruzado con una llamada mía que decía que nos veíamos después. Yo me ardí bastante, aunque ya había decidido ir sola. Al final me alegro de haber hecho lo que yo quería aunque me pregunto si lo hice porque lo deseaba o para hacer sentir mal a esta persona, cosa que sería nada rara pero muy absurda de mi parte ya que a esta persona le chupa un huevo lo que yo haga o deje de hacer para disgustarle y todo esto viene a que muchas veces cuando estaba con los sujetos 1 y 2 principalmente, sufría desde mi costado de esta misma actitud aprensiva y posesiva que ahora tomo yo, pero lo que es cierto en este caso y en aquellos no me consta que lo fuera, es que yo auténticamente tenía ganas de pasar la tarde con esta persona, incluso se lo dije desde temprano, motivo por el cual me ardió quizá el doble que no me invitara a pasar la tarde con él, me excluyera de sus planes y ahora mismo no respondió a mi mensaje en el que le ponía que había salido del museo y que si quería, me dijera dónde podía alcanzarlo, con lo que tomé el camino a casa, pasé por el almacén de los santiagueños que queda, según creo, justo debajo del viejo departamento donde él vivía con su ex novia, y compré dos cervezas de las mejores que encontré y un litro de jugo de naranja que pensaba servirme con el Campari que él trajo la vez pasada y que ahora bebo de un vaso sudoroso de líquido color Conga, como los que servían con hielo seco en el restaurante Mauna Loa al que iba con mi familia cuando era muy pequeña. Traían un copón con hielo seco. No hay nada que pueda hacer a un niño más feliz que humo limpio. Es por eso que aporreo este teclado con furia, ya que también había quedado un poco doblado en un papel la vez pasada y bueno... es lo que hay. Fumo un cigarrillo armado de sabor vainilla de un tabaco danés que compré la vez pasada y me ha durado mucho porque estaba realmente bien almacenado y yo le puse una gruesa peladura de cáscara de limón. El olor que le queda es como de repostería. Me voy a armar otro con una cintita de maría.
La cosa es que la gorda me trajo todos esos libros y después de mis dos o tres preguntas zonzas por las que evidentemente recibí respuestas aún más bobas, tomé la bolsa por las dos sucias asas y era pesada, y suerte que mi viejo pasó a buscarme en el auto y llevé la bolsa a casa. Jamás revisé su contenido y un día, un mes o dos después, mi papá me condujo otra vez a la escuela y llevé la bolsa tal cual la había recibido. Cuando la tenía en casa estorbando ahí como una glorieta, cada vez que tenía que moverla pensaba que la bolsa era como una encarnación simbólica de esta chica, grande e innecesaria, imprudente, estorbosa y demasiado confianzuda, sobre todo eso: imprudente.
El viejo poeta (en adelante Profesor Conchita) dictaba una importante clase que basaba en su valioso criterio, en la que urdía los antecedentes de la poesía contemporánea solamente tras el análisis de la obra de Rimbaud, seguido cronológicamente por T.S. Eliot y después le daba la batuta a Pablo Neruda. Cuestionable, sí, pero realmente revelador. Explicaba el Profesor cómo era que estos tres gigantes habían realmente clavado un gol en la literatura de su época, quedando para siempre a la vanguardia del golpe seco de la palabra, de lo que nuca antes se había contado o dicho de ese modo, del retrato, esa increíble representación de fuerza humana y de sensibilidad y agudeza extrema, de valentía, honestidad y franqueza de la que éstos hombres fueron capaces. Hablaba de ellos como se habla de los guerreros, de Platón o de Maquiavelo. La tonta anécdota que inspira esto son sólo dos palabras dichas por el Profesor Conchita en un momento de gran tensión que se había generado cuando él leía una traducción de su propio puño y letra del poema Waste Land de Eliot. Una, dos veces la gorda Zita (ahora recuerdo su nombre) había sido pescada hablando y se le había pedido, no sólo el profesor, sino también nosotros los alumnos, que por favor guardara silencio, quizá de ese modo educado o de otro más escolar del tipo SHHH!!!! o guey, ya cállate. Pasaron, como he dicho, una, dos, tres y quizá hasta cuatro veces en las que todo fue interrumpido (el Profesor Conchita cortaba su lectura y miraba fijamente al frente. En el blanco de sus ojos podía verse la sangre que se iba condensando y los tirantes tendones de su cuello lo hacían ver más ancho, como un reptil al acecho) hasta que la última vez que esto sucedió, el excelente poeta Jaime Augusto Shelley, bastante misógino pero eso no tiene que ver en esta ocasión, pienso yo, dijo con una voz como la de un león sometido.- ¡Cállate ya, EstÚÚÚpida MujJeEr!

Tuve ese sueño en el que en el entronque de Malagueño había mucha gente esperando el colectivo. Era el mundo del futuro. La fábrica se veía en el marco del cielo. Era invierno y la gente llevaba trajes de piel de animales. Era de noche y las luces de la ciudad (además de quizá, luces provenientes del mismo cielo o de otros lados) hacían que la atmósfera se viera anaranjada y azul oscuro. Cuando le conté el sueño a mi mamá, le dije que era gente que estaba esperando llegar a alguna parte.
También ese otro sueño en el que había un pino gigantesco en un entronque o glorieta del norte de la ciudad de México. “Los pinos” se llama en mi mente. Es un lugar parecido a muchos de la zona de Santa Fe e Interlomas, pero a la vez no lo conozco. En el medio de una glorieta, entremedio  de una calzada de muchísimos carriles por los que transitan los autos con las luces anaranjadas encendidas, asciende un pino delgado como una espiga de 25 o 30 metros de altura. También todo transcurre de noche y es medio postapocalíptico. Había esta especie de vecindad (el mismo pasillo en el que ocurre todo) y yo entraba en una casa que me parecía sorprendentemente lujosa. Adentro vivía una anciana que bebía un “anís chino” con un vasito realmente pequeño, con la forma de un matraz. Recuerdo que después no sabía muy bien cómo podía salir de ahí. En la glorieta del pino, que es como en la salida de esa ciudad, pasaban muchísimos automóviles y camiones de pasajeros.
Y ayer en un descanso como de una hora que hice llegando de La Calera, como a las once de la noche. Fue como una figura o impresión más que un sueño y la palabra impresión ahora me resulta bastante precisa. Las cosas tangibles o concretas perdían su cualidad material y se volvían como un negativo de la materia: quedaba sólo la impresión de su forma volcada en una especie de ectoplasma de color blanco traslúcido, exactamente como en el negativo de una fotografía. En la imagen yo sabía que lo tangible se guardaba o estaba realmente contenido en otro lado del que apenas alcancé a tener un asomo, como un globo gigante que, ese sí, era de un blanco sólido. Una esfera blanca, rígida como si fuera un mundo.

Terminé de leer La novela luminosa de Mario Levrero. Así como alguien dice en una de las solapas del libro, no quería terminarla. No sé qué hacer ahora. Tendré que conseguir otro de sus libros. Traigo cargando desde hace bastantes días el Diario argentino de Witold Gombrowicz pero no le he puesto casi nada de atención y sólo llevo leídas unas veinte páginas. Estoy segura que me va a enganchar, pero ahora todavía estoy demasiado encantada con el efecto de la novela luminosa. Al final, en la parte de la novela, Levrero dice que la lectura de Kafka le ayudó a darse cuenta de que podía escribir sin necesidad de escribir bien y que eso lo impulsó a animarse a arrancar con su carrera. A mí me ocurrió eso con Levrero y los puntos de encuentro son tantos que me parece como si hubiera sido un acto de magia toparme con su libro. Esto ocurre gracias al impulso que él me ha dado. Desde septiembre que he escrito esta especie de diario, mil veces desorganizado y desestructurado, al que no sé cómo le voy a dar forma si es que alguna vez encuentro que vale la pena de ser publicado o que termine por conformar un libro también. Pero ya es un avance, que por lo menos con una frecuencia mayor que la de antes me siente aquí y escriba... sin poesía y sin inspiración a veces. Sin nada de nada más que algunas anécdotas del pasado y las vivencias más inmediatas de lo que me ocurre. Me gustaría tener personajes bien trazados y nombres bellos y representativos para cada uno de ellos. Me gustaría que esta novela ocurriera en un futuro no tan lejano, como la ciencia ficción más hermosa o la literatura más sorprendente, pero apenas ahora encuentro que las sorpresas no son, justa y obviamente, lo que uno cree ni podrían estar en los lugares que uno las aguarda porque si uno espera una sorpresa, ya no podría existir como tal. 
En La novela luminosa, el último capítulo se llama primera comunión. Esto realmente me dejó perpleja ya que no con poca expectativa y pretensión de mi parte, creé una carpeta entre mis documentos escritos de la computadora que se llama Novela Lúcida y ahí metí un par de cosas viejas y no tanto que desde que comencé a escribirlas en su momento (el año pasado), me pareció pertenecían a un género o tenían ciertos rasgos distintos a otras cosas escritas por mí y conservaban un aliento más largo, imposible de cortarse a diferencia de una crónica o un relato los cuales siempre me dictan un final claro. Dentro de esos cerca de quince documentos hay uno que escribí cuando vivía en la pensión que se llama comunión.odt 
Abro el documento y empieza con la siguiente especie de cita, extraída no textualmente pero casi, del libro de Douglas Coupland que se llama Todas las familias son psicóticas. Hace poco le hablé de él a J cuando me preguntó qué sucedería en caso de que yo estuviera embarazada y le dije que vendería al bebé por miles de dólares, como en ese libro, y seríamos ricos.
Ayer fue día de muertos. El documento comunión.odt empieza con éste texto.

- Pues haz como si estuviéramos muertos, ¿vale? Podemos decirnos lo que queramos. Podemos preguntarnos lo que sea. ¿No sería genial que la vida fuera así?
- Los dos... muertos..., ¿así de fácil?
- Sí.

Douglas Coupland,
Todas las familias son psicóticas

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