miércoles, 12 de febrero de 2014

Día uno, Mario Levrero


Ayer gasté cien pesos en productos de belleza. A la salida de la farmacia pensé No sé si estoy deprimida o enamorada. En realidad no importa porque voy a quedar más linda. Además sí estoy enamorada, de un chico y de una chica. El sólo hecho de pensar que existen, me produce la necesidad de sacarme todos los bigotes y querer pegarme un tiro de sólo imaginar la posibilidad de volver a ser gorda. Tampoco estoy haciendo nada al respecto, pero creo que no podría soportarlo. Tal vez agarre otros cien pesos que tengo guardados en el cajón del buró y me vaya a un gimnasio muy decadente que está aquí a un par de cuadras, esta misma noche, me enchufe un par de audífonos y me ponga a sudar como una zorra todo lo que aguante arriba de una bicicleta fija (por lo demás, no creo que sean más de veinte minutos. En mi imaginación logro estar ahí una hora y dentro de cuatro meses soy una perra increíble a la que nunca jamás su novio soñado tendría ganas de abandonar). Ojalá realmente ocurrieran todas esas cosas que imagino. Casi todas dependen exclusivamente de mi capacidad de determinación. Esta misma estúpida y totalmente hueca nota surge de la idea de no dejar pasar un día más sin sentarme a escribir lo que sea. Lo que sea. 
El jueves pasado fui a cobrar un cheque a la Secretaría de la niñez por el proyecto que estoy haciendo en la cárcel de menores y en La Calera y a la salida pasé por la librería del Palacio Ferreyra; un lugar agradablemente mamón y mal surtido que está en uno de los lugares más fancy de la ciudad. Dan ganas de tener un lugar parecido a ese sólo que en otra zona más común y con un mil por ciento extra de onda que un lugar administrado por burócratas jamás tendría. Pero realmente la idea del café-librería es arrogante y exquisita, por más que uno odie la imagen de un idiota de pelo lacio, flequillo y boina fumando pipa, leyendo y tomando un café, aunque si el lugar es lindo realmente dan ganas de sentarse ahí también uno. De ser el dueño. Servir cerveza tirada y hecha en casa, unos bocadillos increíbles, postres de flotación y café de todas clases. Todo hecho con sumo amor, todos los libros ordenados de manera prolija y comprensible, no demasiados volúmenes sino ejemplares preciosos que puedas pedir favor de sacarles el envoltorio y sentarte ahí en un sillón restaurado a hojearlos en pose, fumando y comiendo deliciosamente, emborrachándote tranquilamente, solo o con amigos... oh qué lindo sitio. Pasé por esa librería a la que nunca había entrado. Tienen un gran surtido específicamente de libros infantiles ilustrados, género que no soy muy adepta a comprar pero que disfruto mucho de admirar. Quizá los libros más bellos de todo el mundo sean de este tipo, novelas gráficas y esas excepcionales ediciones españolas o australianas que tienen incluso texturas y volumen, éxtasis puro para el ojo de un simple mortal que viene a tomarse un café. Pero no me detuve mucho tiempo en eso porque tenía muchísimas ganas de comprar un libro y sabía que no sería uno ilustrado. Estuve un rato revisando las estanterías pero había la misma basura de siempre: la vistosa colección de colores de la editorial Anagrama de la que tengo las pelotas llenas porque sus traducciones son intragables y me parece que los libros están sobrevaluados, no son la gran cosa y me harté de las pollas de Bukowski y de las telenovelas inteligentes de Paul Auster. Creo que sólo valen la pena en el caso de esa colección cuyas tapas son color hueso o los ejemplares negros, y únicamente cuando el texto original es en español. Vi un libro de Alan Pauls, autor al que le traigo muchas ganas, pero todos mis amigos tienen algún ejemplar y, aunque odio pedir libros prestados, ya rompí la promesa de que no lo haría cuando hace unas semanas no resistí la tentación de traerme un ejemplar de la Poesía vertical de Roberto Juarróz de la casa de Nico y Emi. Todavía no lo termino pero es porque quisiera que no se termine nunca. Cuando me sobre el dinero voy a comprarme la colección completa. Así que no me pareció muy original comprarme un libro de Pauls que al final puedo conseguir en cualquier lado... Vi bastante basura y dentro de lo más rescatable encontré una mesa entera de la editorial De bolsillo, esa colección bastante nueva que han sacado con las tapas plastificadas con una textura aduraznada o brillante, son una bosta también pero por lo menos las traducciones son mucho mejores, tienen el famoso tamaño take over para donde uno quiera y un precio bastante accesible. Por lo demás aprecio mucho todos los libros que tengo de esa colección en tanto que no pesan y el formato me permite hacer lo que siempre hago con todos los libros, llevarlos en la mochila a todas partes. El problema con eso es que los libros muy buenos, de tapas duras o más pesados, se dañan bastante y esta edición los hace más portátiles además de que no da tanta culpa si es que se arrugan o se dañan. Incluso los diseños de tapa son tan malos que todo ese machuquerío les atribuye un poco de carácter. La cosa es que en esa mesa encontré los diarios de Catherine Mansfield con el prólogo original de Virginia Woolf y también Los versos satánicos de Salman Rushdie. El de Mansfield me llamó la atención porque tengo hace bastante un ejemplar de En la bahía que he intentado empezar a leer más de una vez y siempre lo abandono. Confío en que sus diarios, siendo el género que más me gusta, me den una entrada más cómoda hacia su obra o tal vez ya ni siquiera sienta después la necesidad de leer su ficción. Eso me gusta mucho de los diarios, es como si uno conociera al autor y supiera más de él que todo lo que sus novelas o cuentos le pudieran decir. Creo que sólo la poesía encierra una verdadera profundidad y misterio extra. Y la novela de Rushdie, bueno, es obvio, nunca la he leído a pesar de que he leído muchísimas entrevistas que le han hecho (otro género que me fascina, la entrevista) y cuando se editó por primera vez le partió la cabeza a todo el mundo y le trajo a Rushdie el odio de un montón de gente. Eso generalmente significa mucho talento; nadie se ocupa de odiarte si no vale realmente la pena. Así que ya tenía esas dos muy buenas opciones pero estoy muy atrasada con el tema literatura argentina contemporánea, así que insistí y me puse a 
buscar en esa estantería. Me gusta buscar bien. Miro los libros uno por uno y me llaman la atención, sí, los de las editoriales 
conocidas. Mondadori es una de las que me puede, sus libros siempre son bellos, con diseños limpios y muy cuidados, jamás se me ha roto ninguno e incluso los he comprado usados -muy usados- y se conservan en perfectas condiciones, además de que me da la sensación que los editores realmente le dan la oportunidad a escritores noveles o que nadie conoce, simplemente porque la obra vale la pena. No era este precisamente el caso, pero acostado el fondo, muy mal puesto y equivocado de lugar ya que el autor no es argentino, vi un bello libro (también el tamaño que usa Mondadori llama la atención porque les da una importancia especial) color gris con una cintilla anaranjada. Cuando lo pesqué para mirar el autor, encima se apellidaba Levrero, con v chica pero no importa, me pareció como una señal porque los jueves en la noche tenemos un club de lectura en el Teatro La Luna que se llama Las liebres, por aquello del bicho orejudo que se ve en la luna. Así que el libro era lindo, el autor se apellidaba así, el título: La novela luminosa. ¡Bang! Leí en la solapa una veloz y vaga biografía del autor y después la contratapa (que, por ejemplo, en las ediciones de Mondadori se puede leer, las de Anagrama generalmente dicen puras pelotudeces de la revista The New Yorker o aún peor: te cuentan la mejor parte de la novela de Paul Auster). Al parecer el libro era para mí. Sólo faltaba saber el precio, porque si superaba los cien pesos me iba a parecer demasiado caro por un autor que no conocía, pero lo llevé a checar y costaba 89. Listo. Fui tan feliz de llevarlo entre mis manos. La chica, que era bastante amable, me preguntó si era para regalo y le contesté que era un regalo para mí, a lo que sonrió simpáticamente. De ahí me fui al banco a cobrar mi cheque y me senté en la escalera a leer el libro. Tenía un prólogo del mismo autor, lo que también se agradece, no largos y aburridos prólogos de analistas y estudiosos que no tienen nada que hacer más que escribir acerca de la obra de otro autor como en el caso mío ahora, porque resultó que Levrero me cautivó totalmente. Pasé como dos horas esperando mi turno en el puto banco de la provincia y estuve todo el tiempo embelesada con La novela luminosa. Empieza con una parte que el autor llama Diario de la beca y que efectivamente es un diario que se propuso escribir durante todos los días desde que la fundación Guggenheim le otorgó una beca para terminar de escribir la verdadera Novela luminosa. Y el diario es así, no cuenta nada más que la vida del tipo y cómo procrastina todo el tiempo su verdadero trabajo, el mismo por el que está escribiendo lo que uno va leyendo y por el que encima le están dando una buena suma de dinero. Un freakie que vive casi encerrado en su departamento, come sólo yogurt que él mismo prepara, milanesas y el guiso de arvejas que le trae una chica bastante joven con la que tuvo una relación pero ya no ocurre nada aunque son muy amigos y él sigue profundamente enamorado de ella. Lo visitan algunos amigos y sus alumnos del taller literario. Pasa mucho tiempo leyendo novelas policíacas y la obra de una autora española que se llama Rosa algo y con la que él está fascinado y el resto del tiempo lo desperdicia en la computadora jugando a los jueguitos, programando y mirando pornografía. Es realmente genial. Casi lo mismo que yo hago, sólo que él es un hombre de unos sesenta y y tantos años. Me es tan grato saber que no soy la única boluda haciendo esto, esto, todo esto, y encima de todo su libro está publicado, por Mondadori, le dieron la beca del Guggenheim y yo estoy leyendo su obra que encontré casualmente y a un precio que estaba dispuesta a pagar, se apellida de ese modo y tenemos tantas cosas en común. Si es que existe una remota posibilidad de que eso me ocurra a mí dentro de cuarenta años, entonces es que este camino realmente vale la pena. Qué egoísta es que yo valore la obra de un autor en tanto lo que a mí me conviene que su vida haya sido más o menos del modo en el que quisiera que se perfile la mía, pero realmente me hace sentir bien. Me inspira y me motiva. No estaría escribiendo esto si no fuera por el Diario de la beca de La Novela luminosa de Mario Levrero. Ojalá la esté pasando de maravilla en el infierno o al lugar a donde se haya ido su espíritu. Creo que debe estar ahí porque el cielo le resultaría aburrido.

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