domingo, 5 de junio de 2011

Las crónicas

Mínimo santificarás las fiestas.

Disculpen que los salude a todos, pero en seguida me encontré con que mis ojos los separaban por colores brillantes y mis manos querían ir a meter sus manos adentro de la bolsa con fichas de neón. Qué pequeño es el mundo, decían. Qué de cosas compartimos, con esa cruz sostenida en la mano o colgada del cuello y utilizando el nombre de dios. Todavía quedan una cantidad suficiente de punks como para que eso no ocurra en vano. No pidan que le encuentre sentido a esa clase de abstracciones. Existe el peligro de la ley basada en la moral.
Nada hay que no haya dado frutos. Nada que no sea fruto, como una flor previa.
Dark Days y Afuera el sol, por debajo de los 45 grados sobre nuestras cabezas y a esta hora, todavía un compañero. Ese marinero al que se lo puede mirar a los ojos, saludar bajando un poco la cabeza. Las frondas van soltando sus hojas, amarillas como las esferas de un árbol de limones. Qué dulce vista la de esos frutos dorados que aparecen junto con el invierno por todas partes, contra todas nuestras predicciones. Lavar los platos con agua tibia mientras se espera a que llegue el verano.
Viernes 20 de mayo del 2011. Correo aéreo. Quizá es el pan y el circo para el pueblo, un montón de corrupción y violencia ciñendo nuestras costillas dentro de un corset de latón, pero son tantos los gestos que compartimos y podemos entender que es inútil: no te ofendas si un extraño te trata bien.
Las bicicletas, las guitarras, ni siquiera los hippies se han ido del todo. Una parte de nosotros desearía que fueran ellos los que gobernaran el mundo, pero ya sólo quedan sus cadáveres putrefactos e inútiles dando vueltas en las flores, en los libros y en la paja de los que hacen malabares en los semáforos. Quedaron, sí, los hijos de la guerra fría, los espías y los sospechosistas, los conspiradores, los perseguidores y los agentes. Los hombres grises que se quedan con el tiempo de los distraídos y con la calma nuestra. Sería realmente fascinante que pudieras pasar un día entero desnudo en la cama sin sentir la decadencia ni por un instante. De afuera, pareciera que las acciones de ese tipo son osadas, excéntricas, innecesarias, vulgares, enfermas, perdidas y la verdad es que incluso las acciones humanas más descabelladas se deslindan de una sencilla fenomenología de lo cotidiano. John y Yoko habrán pensado.- Qué ganas de quedarse en la cama en bolas todo el día. Uh, dijo Yoko... pero tenemos esa conferencia al mediodía. ¿Dónde era? Van a venir a buscarnos aquí al hotel. Y bueno, dijo John... que pasen... Que suban. Los atendemos aquí, así no tenemos que vestirnos. No tenemos que ir a ningún lado ¿Te copa?. Al final, el caso por el cuál esa pequeña decisión se convierte en un gran alboroto es la piel, la carne, la manera severa y cruel que tenemos de rechazar nuestros propios instintos porque los que todavía aspiran a algo, han sido entrenados para aspirar a una iluminación basada en el rechazo. Una cultura -bastante nueva, por cierto- que nos culpa de que el líquido en nuestros oídos vibre próximo a nuestro cerebro, de percibir la luz con nuestros ojos, de las millones de terminaciones nerviosas apenas bajo la piel, de meter la nariz en algún asunto o de anhelar que sea domingo para comer un asado. Nada de eso tiene un sentido profundo, nos dicen, como si hubiera algo más introyectado que lo propio de nuestra esencia. Ahogados en su propia imbecilidad, transcurrirán entre las vetas trazadas por la lava entre la lava antigua. Estamos en el infierno y todos los caminos nos conducen al mar. Saldrías por donde entraste. Una voz baja cuenta la historia, porque una punta debe estar bien afilada y una cuerda se envuelve en sí esperando los dedos juntos que la acaricien y la estiren y la tensen. Marcar un compás para volver a su delicada quietud. Érase una vez, un ave con escamas a la altura del cuello y un mono que aplaudía marcando el ritmo de la música y nunca se equivocaba. Un pañuelo de tela que llevaba casi cien años en los bolsillos de los miembros de una misma familia. Una bicicleta herrumbrada en el galpón del fondo. Un billete de veinte dólares entre las páginas de un libro. Una virgen moldeada en yeso, cuyos ojos de vidrio brillaban a pesar de la penumbra en el pasillo. No hubo nada que pudiera contra la dicha, si apenas hace algunas horas que estabas esperando el trolebús en el mismo lugar de siempre, contemplándote unos ojos elípticos y esa planta que esperabas tuviera tallos secos y agusanados tiene brotes otra vez. Brotes sanos. Cortas pedazos de madera buscando las larvas, pero no hay ninguna... La tierra lo renueva todo.
Nos gusta pretender que ya no vamos a la escuela, a pesar de que todas las mañanas nos levantamos, nos tomamos el desayuno, espiamos la hora antes de meternos a bañar, peinamos nuestras cejas y limpiamos nuestros anteojos para precipitarnos al sol, siempre atentos de no tropezar con algo. Olvidamos la posibilidad de la caída hasta el momento en el que dejamos de sentir el suelo, señal de que estamos empezando a a aprender a volar. Sabiendo ya que estamos en el infierno, podríamos empezar a soltarnos un poco, salir a dar una vuelta en bicicleta y llegar hasta la frontera para poder cruzarla sin pestañear. Ya no permitas que tus venas te frenen; trata de captar el momento en el que impulsan la sangre y no el instante apenas perceptible en el que todo se congela, como si hubieras muerto. Por retorcido que parezca, la conciencia humana se mueve dentro de estos parámetros. Qué zarpado, sí, poder ver las estructuras engomadas con las que está fabricado el universo. Qué vanguardistas que somos los que nos damos la cabeza contra la pared para comprender de qué está hecha, con qué está tejida, pero ya puedes ir cortándote el flequillo e imaginar a todos estos hombres, grises y vómito, irradiando luces de colores desde el ombligo. Da un poco de miedo ya que uno no quiere ser uno con todo ni con todos y quizá sería mejor que exploten (y mueran).
No sé por qué, nuevamente y en el lugar más apestosamente común de todos, estoy enferma y me siento inspirada. Tiene esa parte tonta de poeta maldito y de estamos en el infierno y esa otra que lo hace parecer obvio, natural o incluso entrañable. Esa falibilidad acá adentro del propio pecho. Mi viejo nos decía que sorber tus propios mocos te inmuniza, te hace más fuerte. Que es el modo en el que se curan los animales. Las mamás alrededor y señoras de todo tipo, también esas nenas con vinchas de brillantina, lo miraban con cara de asquete o como si fuera un desubicado. Algunos púberes se reían estúpidamente y la mayoría de los niños también reían pero por que les parecía divertido que justo fuera bueno para uno hacer algo que todo el mundo te dice que está equivocado, es feo, parece desagradable, lo noto raro, esto no está bien, algo salió mal, etc. etc.
Hoy mi cuerpo es más fuerte que nunca. Sólo va a desarrollarse un poco más que esto y después empezará a marchitarse. No me voy a regodear en mi juventud ni en mi belleza, pero más me vale tenerlas por ciertas. No tener miedo -por ahora-. Como un personaje de una novela de ciencia ficción, que no puede hacer demasiadas preguntas sobre el pasado o sobre el futuro porque, a no ser que seas George Orwell y escribas un libro de la reputa madre, vas a hacer que los lectores pierdan por completo la atención en lo importante. La novela histórica realmente apesta también. Nosotros preferimos llamarle periodismo aunque tengamos que ser los personajes alternativos del relato. A mí me gusta bastante eso y conozco mucha gente que también prefiere las películas de hombres lobo antes que ver trilobites hablando sentados por televisión. Hoy vimos uno que era realmente desagradable. Usaba un traje de color madera pero no del color que podría ser la corteza de un árbol vivo, sino de esa madera, como el nogal, que se ha curtido ya en su propia resina porque la han separado de sus raíces. Esa funda de camuflaje deshonesto para poder desparramarte grasa vacuna encima y que no queden marcas visibles. Su cuerpo era desproporcionado ya que el tamaño de su barriga superaba el espesor de su pecho, de tal modo que su postura era con la cabeza agachada, como quien se mira esa parte entre el ombligo y las costillas en la que realmente no hay nada que ver -a menos que te hayan injertado un pez robot en las entrañas, que estés intoxicado, tengas el abdomen de una modelo rusa o de ese chico que te gusta tanto-. Eso y varias cosas más de las que compartimos pruebas prácticamente irrefutables, me llevan a pensar que, en el improbable caso de que su traje haya sido confeccionado por un sastre, el encargo fue llevado a término tras una gran cantidad de ajustes y correcciones e -incluso a pesar de ello- una vez ataviado el trilobite, el calce era realmente malo. Aparentemente los uniformes cumplen un papel importante en la tarea de pasar desapercibido, pero un vertebrado con semejantes características tendría que aprender antes de asuntos que superan su inteligencia para dejar de resultarle molesto al prójimo.

Gracias al Gran Secuenciador que todavía eres tú quien está cerca mío.
Gracias, Altísimo.
Altísima.
Gracias, Noche despejada.
Despenalización.
Andar en bicicleta.
Gracias por transformar nuestra agua en vino.
Gracias por haber venido.
Qué bueno, Grandes Iniciados, que ya no tienen que volver.
Gracias a aquello que hace que los pájaros vuelen.
Gracias, Oh Gran Señor, que ese tipo jamás pronunciará mi nombre.
Gracias. Vuelvan pronto. Viajen, y vuelen. 
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