domingo, 20 de junio de 2010

Galactic Heroes

En nuestra piel, el olor, en el límite entre los ojos y las lágrimas, la risa, cuando el cielo brilla nunca tan azul como hoy.
Las flores de las bugambilias caen sobre nuestras cabezas. Al andar nuestros pies tocan la tierra. No somos los primeros ni seremos los últimos. Los últimos hippies. Me alegra tanto que estemos aquí.
La música nos empuja, chocamos nuestras manos, nos damos un beso en la orilla de la boca porque todavía nos da vergüenza amarnos.
Toda esa ternura.
Ayer la luna estaba partida por la mitad como por un cuchillo que se fue curvando en los extremos conforme se hizo de día. Esa luna de Mortal Kombat convirtiéndonos en niños otra vez. El mundo enfrente cruzando la calle. Y nos sentamos en la banqueta sin pensar que los domingos son el mejor día para vivir. Las fachadas de los edificios que llevan mucho tiempo en su sitio. Los templos donde la gente se congrega a rezar, a tratar de comprender, mientras los niños juegan y se tropiezan en los pasillos, se caen, se ríen. Pasar por la biblioteca con esas ganas de hacerte la señal de la cruz, cuando los muros se vuelven gemas transparentes que puedes meter en tu bolsillo. Los llevo conmigo. Los guardo en mi recuerdo, me acompañan aunque esté lejos. Las palabras. Las cosas. El límite de nuestro cuerpo que no alcanza para abrazar todo lo que entra en nuestra cabeza, todo lo que intuye nuestro corazón y sin embargo no existe nada en el mundo que sea mejor que esa casa formada en la penumbra cálida del otro. Y es que a veces te siento tanto que me convierto en mar, te extraño como si siempre hubieras estado en mi interior, me gustas como esos carteles de neón con sus luces fluorescentes, te quiero como se enciende la llama de una vela, para que esté ahí iluminando un círculo perfecto que se sabe que va a terminar por estrecharse y finalmente se apaga.
Mi propio cuerpo, mi propia luz, encarnando toda la otra. Violeta y azul, durazno y lila. Verde pálido como el agua de una pila. Palpitas adentro mío como un corazón eterno y en el final sólo está eso. Mi abuela se llamaba Lucía, y su abuela también. Las manos de mi padre como una crisálida que espera. El regazo de mi madre, como una cuna que nunca cesa de mecerse, con el viento, cuando llueve, cuando golpean los platillos y se cierran los puños, con la esperanza perenne que entraña el que digas “más allá del infinito”.
Las ligas de mi cuerpo, que se estiran y se tensan para brincar los adoquines de dos en dos o se expanden para acurrucarme frente a ti, tapados bajo las sábanas. Los vellos de tus brazos que no terminan de abrigarte hasta que te tengo cerca. Y agarraste mi mano y apretaste mis dedos. El mundo como un experimento efervescente, como esos dulces que te hacen espuma en la boca, como la furia de un perro enjaulado cuya dignidad no se ausenta nunca. La mirada de una niña de color canela que cuida a su hermanito. Abrigados, por la tarde, arrancando las flores del pasto. Esa mujer es grande. Es tan grande en su interior que sus ojos casi no pestañean y de sus pestañas se sostienen las partículas, el punto de fuga desde el que se crea todo lo que existe.
Somos una parábola, la posibilidad de trazar cualquier camino a partir de un punto. El peso de la tinta. Como poner una cruz donde antes no había más que el vacío. Como el saco de tela del que se saca un conejo. Para nosotros, la ausencia de color es el rojo.
Confío en ti. Podrías ser el padre de mis hijos. Tu cuerpo es perfecto, como el mío. Nuestros errores y nuestros aciertos nos han traído aquí haciéndonos hermanos. Déjame apoyar mi cabeza en el hueco de tus clavículas. Quiero oír cómo el blanco vibra hasta volverse sangre, quiero arder esta cortada con un gajo de limón, quiero hacer crujir las costras entre mis dientes y tomar una bocanada del aire que exhalas. Quiero que pases tu lengua por mis encías y sentir cómo la vida toca lo que está adentro.
Lo siento ya como una ola que estalla bajo mis costillas. Los hombres hicieron esos ladrillos iguales el uno al otro. Los hombres trazaron esos senderos que se ven desde los aviones, desde los asientos, desde las ventanas que gritan que la armonía no es susceptible de trocarse. Que una caja llena de piedras puede contar todas las historias. El brillo del filo de ese cuchillo puede cortar la carne de un mamut.
A ti también te amé y ayer no había sido tan feliz como hoy. Las cosas se reúnen, se juntan, sólo así pueden existir. La forma, la materia, eso que ni un bosque entero rendido ante nuestras máquinas puede tirar abajo. La ética que no es más que el valor que le asignamos a las cosas. Todo esto que no es nada y que solamente juntos podemos convertir en una suma.
No te vas a ir nunca porque estuviste aquí. No te disuelves porque todo se hiela. No te extingues porque la luz sólo se apaga para hacerte acordar que permanece.

3 comentarios:

Iliana Pichardo Urrutia dijo...

Muy lindo lucy... me gustan tus palabras y tu hermoso ser que se sale en cada una de ellas.
¡Besos!

Lucas Aguirre. dijo...

que buen texto lu

julia dijo...

Porque escribis esto asi de contundente e inconfundible como la voz de la Ale Guzman ijjiji <3