martes, 8 de febrero de 2011

✈ Duelo No. 9,484

El dolor vino junto con la posibilidad de un nuevo amor, unas vacaciones que se terminan y la alegría de observar cómo los amigos se hacen cada vez más grandes y más fuertes, más solemnes ante lo importante, más impasibles ante lo que carece de importancia. Una alegría pasajera de fin de semana que consiste en tomar un taxi por la noche, golpear una puerta y ser recibida por esos seres con tatuajes en los brazos o lindas piernas, cuyo rostro es siempre amable. Te sirven un vaso de licor y cuando hablan sostienen tus propias teorías sin dejar de mencionar que la práctica es bastante más compleja, que los piratas también se baten a duelo, naufragan y se emborrachan hasta perder el sentido. Los piratas también mueren. 
Bailar las mismas canciones con las que empezamos a derribar paredes y a luchar en esta guerra. Fumar un último cigarrillo antes de ir a la cama, como si hiciera falta. Dormir boca abajo soñando que la lluvia que repica en las baldosas del patio es la marea que crece y un buque repleto de marinos con capuchas blancas, juntos, en la tormenta, gritando órdenes y sosteniendo esas cuerdas con fuerza para vencer el miedo, para vencer el viento, para poder ver nuevamente cómo cesa la la furia y las nubes se adelgazan, el cielo se platea, se levanta la brisa que anuncia el caluroso día de verano que será mañana y, mientras dura el fresco, toman una bebida caliente y comparten el silencio, con la mirada fija en el Este y la certeza del sol que pronto va a asomar su círculo tras el borde del mundo. Aún no sé cómo pude olvidarme, cómo puedo ser tan idiota:
Hace dos o tres semanas palpitaba en su centro como un pequeño cangrejo ermitaño guardado adentro de su caracol. Sabía que estaba ahí y podía distinguirlo entre todos mis tejidos, tironeando desde la base de la espalda con esa delgada fibra que se anuda una vez donde se juntan la cabeza del fémur y la pelvis, otra vez, en un nudo doble y apretado a mitad de camino hacia la rodilla, en la cara exterior del muslo izquierdo, y una vez más, justo antes de llegar a la corva, detrás de la pierna, como si algo extraño a mí quisiera envolverme y hacerme caer como quien se enreda jugando al resorte. Pero di más importancia a la dulzura pasajera de los libros, los viajes, las visitas y los teatros. Siempre que he logrado hallar una excusa para pasar la noche en vela, me distraigo de todo lo que me aleja del bienestar. En la vera de todo lo que está a punto de suceder -la cosecha de los frutos de las plantas que sembramos hace ya tiempo; los boquetes que se han abierto en las paredes recién construídas para colocar una ventana o una puerta por la que entre el sol y el aire; el dinero obtenido del trabajo al que me forcé para poder gozar de cierta holgura en este mes en el que siempre llueve sin importar de qué lado del Ecuador uno se encuentre- “cómo no iba a distraerme” me dicta la autocompasión: No mereces este dolor y menos ahora... y al dolor no le importa nada. Llega y me toma por la espalda sin escuchar que tengo que ser valiente para poder llevar a cabo el trabajo que me propuse, que tengo que ser bella para encontrar un hombre que me ame, que tengo que ser tolerante para poder comprender ese daño como un ciclo al que está atada mi carne, y ser sabia, templada, virtuosa, y tierna aún cuando el cangrejo se convierta en un dragón, aunque con sus garras arañe mis músculos e intente arrancarme la espina, aún que su fuego consuma mi oxígeno y mi sangre se torne negra, ardiente, y hiera mis propias venas llenándome de rabia, oscuridad y desesperación. Ningún pirata en ninguna historia aparece tirado en el suelo llorando de terror. No existe la belleza en esos gritos que calan el mismo mar cuando los hombres sienten pena de su propia existencia. No hay piedad ni cielo para los que se duelen de ser quienes son ni para aquellos cuya agonía ha hecho adolecer la vida de los que están próximos. No hay amor aguardando por los que han fallado en amarse a sí mismos.
Ya no se siente el vacío porque lo ocupa todo. Mis extremidades con todas sus lianas de grafito amontonan sus quejas en un abismo bajo el cual sólo hay agua hasta donde termina el universo. El otro lado está ahí para hacer visible lo que no alcanzaré jamás. Cada respiro increpa a ese monstruo, desde cuyos ojos lo observo todo, a aumentar el ritmo, a tejer y tensar con más furia mis raíces, tironearlas y retorcerlas y lanzar sus bordes prensiles tan lejos como puedan llegar. Lo que queda de mí tiene miedo de cuando ya no quede nada. Lo que había antes está ya muy lejos, más allá junto con la tierra que alguna vez fue nuestra; junto con mi infancia y la adolescencia de mis hermanos, la juventud de mis padres. Junto con mis abuelos, que están muertos, y los hijos que no tuve contigo ni con él. No soy un marino ni hay nadie cerca, ni nada hay que me recuerde a ti. Ni siquiera a mí.
En ese mundo de fiebre dios es el dolor, la angustia es el brillo de la vida y yo soy todo lo que habré perdido cuando muera.
***

1 comentario:

Iliana Pichardo Urrutia dijo...

uau Luci... me hiciste llorar... =)
Eso es todo. ¡Muchos besos!