domingo, 19 de diciembre de 2010

Nexus


No conozco el nombre de quien hace las preguntas. El que está sentado frente a él es Henry Miller. Tiene setenta años, su voz es hermosa y sus movimientos son los de un hombre joven.
Las preguntas van por el lado de la creación; el hombre con la grabadora y la libreta puede ordenar las palabras de la manera que considere mejor, pero hay una sola cosa en su mente: quiere saber cómo.
Miller no da ninguna vuelta alrededor de sí mismo. Las circunstancias fueron esas, dice. Hice lo que hice, como pude. A veces escribía durante días enteros. Me levantaba temprano, escribía hasta que me daba hambre. Después me daba sueño y dormía una siesta. Después me despertaba y seguía escribiendo. Algunas veces lo hacía hasta que salía el sol. Otras empecé algo y pasaron años hasta que lo retomé y lo terminé. Quizá podría decir el cómo, pero para eso tendría que precisar un por qué. Lo intenta: ¿Por qué?... bueno... lo necesitaba. La mayor parte de las veces ponía mi voluntad en eso. Con menos frecuencia sentí que había algo más allá, como una fuerza o un flujo del que provenía todo. Y la máquina de escribir traqueteaba sin parar, y los manuscritos quedaban arriba de la mesa, hoja sobre hoja. Después los corregía con tinta azul. Dejaba pasar el tiempo y les daba una leída. Tachaba fragmentos y cambiaba algunas palabras pero generalmente las cosas quedaban casi como habían salido. Los manuscritos corregidos eran hermosos. Luego tomaba todas esas hojas y volvía a tipearlas. En ese proceso volvía a corregir palabras pescadas al vuelo, las que el texto le pedía. Todo en favor de su música, del ritmo que había en ellas. Trabajaba como un loco. Ahora siento que no es necesario escribir tanto, dice. No hace del todo bien.
Cómo quisiera, querido Henry, que las palabras salieran de mis dedos incesantemente durante días y días como te sucedía a ti. Cómo quisiéramos descubrir el siglo veinte igual que tú; perdernos en París, experimentar el hambre y el frío, la amistad y el amor. La necesidad de escribir para poder estar bien, estar bien a pesar de todo. Pero aparentemente cada vez somos más idiotas. Yo soy una idiota. Lo tengo todo y no puedo llevar a cabo las acciones necesarias para dirigirme al lugar al que deseo llegar. Le doy demasiada importancia a eso, pierdo la concentración en el camino y siento que no soy buena para nada. Ayer leía una entrevista a Hunter Thompson, donde decía que escribir cartas le servía de mucho; que muchas veces la energía necesaria para empezar algo provenía de ahí. A mí me pasa algo semejante, creo. Ni si quiera lo sé con certeza ya que a veces no encuentro un motivo, me da vergüenza dirigirme a alguien o creo que no he sufrido lo suficiente. Después recuerdo los momentos difíciles y lo difícil que fue salir adelante y entonces ya no tengo ninguna justificación. Todo es muy fácil y nada me lo parece. Escribir es lo que más deseo y lo que más me cuesta trabajo.
¿Y de qué me sirve todo esto? Cuando estaba en Roma y fui a ver la escultura del Moisés rompí en llanto.  Cuando leí tus novelas me pasó lo mismo. Nexus está sobre la mesa de mi habitación porque no me atrevo a leerlo. No quiero más. Necesito un tiempo de descanso para prepararme porque no puedo soportarlo. Tus palabras me hacen sentir podrida, tonta, vaga, inútil.
Querido Henry Miller: Robé el Nexus de una librería de esas que obtienen su dinero vendiendo una gran cantidad de libros de Paulo Coelho y cosas por el estilo. Era el único que me faltaba por leer de la trilogía. Lo deseaba, así que sentí que lo merecía. De otro modo permanecería ahí, en un estante muy cerca del suelo, lejos de la vista de todos y juntando el polvo de ese local sin gente. No era demasiado caro pero yo no tenía dinero para comprarlo. Había terminado de leer el Plexus y necesitaba seguir, no podía parar. Hacía mucho frío y me sentía muy sola. Si el mundo fuera un poco mejor, sería gratis llamar por teléfono y copias de Trópico de Capricornio de tapas rígidas color celeste llegarían a nuestro buzón uno de esos días de invierno. Me arrodillé en el suelo, junto a la estantería, abrí mi mochila y metí el libro dentro, como si fuera mío ya. Después cerré el cierre, dije buenas tardes a la mujer de la caja y salí de ahí dando pasos largos, sabiendo que nadie se había dado cuenta entonces y quizá nunca lo hagan.
Cuando llegué a casa ya se había hecho de noche y hacía todavía más frío. Me tiré en la cama y saqué el libro. Le quité la solapa. Sentí su olor. Escribí mi firma con tinta azul en la primera página.  Pasé la hoja, leí la dedicatoria y después me encontré con el primer párrafo. Cuando había pasado la segunda página sentí cómo algo muy grande se quebraba adentro mío y empecé a llorar. Algunas lágrimas cayeron sobre el papel y tuve que cerrar el libro, cerrar la puerta con llave. No podía calmarme y era la hora en la que empezaba a aparecer gente en los pasillos de la pensión; alguien preparando la cena o tratando de encontrar un alargador para poder planchar la camisa  que usaría al día siguiente. Otra vez la chica que llora, dirían. Antes no me daba vergüenza, pero ahora sí. Llorar a solas es un poco más digno y escribir acerca del propio llanto es una de las cosas más bajas que se puede hacer. Heme aquí. Era una emoción parecida a la que sentí cuando vi el Moisés. Ahí sí que lloré pública e impúdicamente. Mientras lo admiraba y me sonaba los mocos con una servilleta de algún restaurante, sentí ganas de brincar la valla de madera para ir a sentarme en sus piernas como una niña pequeña. Ni siquiera en mi imaginación tuve la osadía de que ese personaje me mirara a los ojos y sencillamente deseé apoyar mi cabeza en su pecho y echar mis brazos sobre sus hombros. Sentir su mano acariciando mi cabeza. Que tuviera compasión de mí ya que nunca voy a estar ni apenas un poco cerca de toda esa grandeza.
No le he escrito ninguna carta a él ni a Miguel Ángel. Tampoco he podido volver a abrir tu libro. Quedó ahí, sobre el escritorio ese día, marcado con mi nombre y el tuyo. Incluso me mudé de casa, lo traje conmigo y sigue aquí cerca, cerrado. El título me recuerda que todas las cosas están vinculadas, que no hay nada que nos separe. Sé que ya juntaré el valor de leerlo y gozarlo. Cuando te leo tengo el diccionario al lado porque no sé nada de francés. Trato de imaginar cómo deben ser algunos pasajes escritos en inglés, como tú los pusiste ahí, como salieron de tu alma. Deben sonar como esas matas verdes llenas de botones de flores a punto de abrirse. Esos días de paredes sin reboque, de nostalgia por lo que está lejos, el brillante brío con el que cuentas las cosas que te sucedían y ese ímpetu sólido de cuando pones un punto y aparte y dejas un renglón vacío antes de comenzar con el siguiente párrafo. Juntaré el valor sólo para llevar más de tus palabras nuevas adentro mío, para entrañarlas. No sé si en inglés exista esa palabra, pero significa algo que se tiene en las entrañas y que si se saca de ahí, duele. Pero también duele lo que sea que uno ponga ahí. Duele porque para hacerlo hay que empezar a correr otras cosas que ocupan espacio, hay que hacer sitio; muchas veces, deshacerse de lo que había previamente y eso también duele. Duele por anticipado, porque cualquier cosa que uno ponga, la guardará tan cerca del corazón que tendrá miedo de perderla después. Sigue doliendo ese libro cerrado porque ya sé que lo que contiene quizá no quepa en mí.
“Escribir como un león y vivir como un cordero”... No tengo nada de eso o hasta el momento lo he hecho todo al revés. Te pido la misma compasión que invoqué ante ese gigante de piedra apenas verde. Apiádate de mí. Escúchame. Absuélveme sólo por hoy. Por escribirte esta carta y nada más.

Atte: Lucía Malvido 

2 comentarios:

Lucas Aguirre. dijo...

acaba de mensajearme henry dice que te absuelve, que todos estamos conectados y que estimules al henry miller interno que no se llama henry ni lucia malvido, hasta que estalle en un millon de cosas de colores en tu ser y se haga tinta en paginas.

Iliana Pichardo Urrutia dijo...

Yo lloré al leerte, porque sin quererlo, tus palabras se acomodaron en mi corazón como palomas blancas. Te puedo decir en secreto, que entiendo cada palabra que vuela en tu voz. No es fácil, no lo es. Pero creo que estas cartas, liberan luz y abren espacio en aquellos días que suplican poesía. Me da alegría que ese libro sea tuyo. Nexus. Me da alegría leerte, hermosa y única, Lu.